Semanas atrás leí, en un suplemento cultural, un artículo sobre las selfies con una estadística que, si bien sospechada, resulta abrumadora; diariamente se sube 54 millones de fotos en Instagram y 6 veces más en Facebook y otras redes sociales, esto nos da 324 millones cada 24 horas. Un día tiene 86.400 segundos, un año 31.536.00; in altre parole, nos llevaría unos diez años, a razón de una imagen por segundo, ver las fotos que se suben en un solo día por las redes sociales.
Este introito es porque la nota del suplemento cultural me remitió a otro artículo hace meses, ahora en Le Figaro. Resulta que un señor de California estaba de paseo por la zona desértica y vio, a metros de la senda, una cascabel adormilada. De inmediato, el aprendiz de cadáver desenfundó el celular, se acomodó cerca del ofidio e intentó una autofoto. Ignoraba el otario que las pérfidas serpientes son sensibles a los cambios bruscos de luz; la cascabel se cabreó un poquitín con el flash y afloró la faceta más desagradable de su viperina personalidad.
“La ignorancia es fatal, señor Garret”, dice el protagonista de un cuento de Ray Bradbury y el aprendiz de cadáver fue a dar a un hospital donde se tuvo que hacer un tratamiento con suero antiofídico a razón de 5.000 dólares la dosis más costes de internación, total 150.000 washingtons (one thousand and fifty grands) y todo para una selfie fallida. Las imágenes del brazo del frustrado selfie made man, parecen calcadas de la descripción de la picadura de una yaracusú que hace Horacio Quiroga -que de víboras venenosas sabía- en “A la deriva”. Cuando yo era chico decían que a los niños, borrachos y descerebrados los protege Dios; estoy convencido que, tratándose de selfies, Dios mira para otro lado.
La nota de Le Figaro se viralizó y proliferaron los artículos sobre el tema en diarios europeos; conclusión, en los años previos a la invasión a Ucrania, cuando se hablaba de otras cosas relacionadas con Rusia: el candidato a primer puesto en el Libro Guinness de récords por muertes a causa de selfies era ese país -no en vano es la tierra de los cultores de la “ruleta rusa”-, hasta un punto tal que el gobierno mandó diseñar un poster, con la misma iconología y diagramación que se puede ver en los subterráneos, indicando 9 casos de autofotos vedadas: en torres de alta tensión, edificios altos, escaleras, pendientes y acantilados; frente a bestias salvajes; apuntándose con armas de fuego, o peor aún, apuntando a otra persona -primer axioma de los tiradores serios “las armas las carga el diablo y las descarga un gil”-; colgando de vehículos en movimiento o frente a uno que se acerca. Las sugerencias llegaban más lejos, no a las selfies con palo en descampado en días de tormenta eléctrica -efecto Benjamín Franklin y el pararrayos, I presume.
Como precuela, el mismo suplemento cultural donde leí el artículo de las selfies publicó en su entrega de semanas atrás una entrevista al antropólogo británico Robin Dunbar creador del “número de Dunbar” que nos aclara cómo un individuo normal puede mantener relaciones estables con alrededor de unas doscientas personas a lo largo de su vida. Ciertamente, las redes sociales y los sitios y apps para encontrar parejas tienden a incrementar de manera exponencial esas posibilidades buscando afinidades comunes y, dentro de ellas, imágenes y autofotos tienen un valor fundamental.
En lo personal, creo que hay sentimientos expresados en palabras que no caben en las página web, como aquellos versos de Lope: “Desmayarse, atreverse, estar furioso, / áspero, tierno, liberal, esquivo, / alentado, mortal, difunto, vivo, / leal, traidor, cobarde y animoso”. Por no hablar de esotros gongorinos cuando uno ve una imagen: “Si mucho poco mapa le despliega, es mucho más lo que, nieblas desatando, / confunde el sol y la distancia niega”.
Estos dos artículos, el de la importancia de las redes sociales y la comunicación y el del número de Dunbar, me recuerdan a otro Dunbar, John Dunbar, el protagonista de la película Danza con lobos. Él no disponía de redes sociales y debió acudir a otros ingenios para comunicarse con los indígenas; de resultas, se convirtió en una suerte de Droctulft borgeano, terminó asimilándose a su modo de vida y encontró el verdadero amor.
Porque palabras e imágenes deberían contribuir para entendernos y volvernos más sabios, tolerantes y sensibles. Esto incluye, entre otras cosas, sabores, ceremonias íntimas o románticas, lecturas, películas, cuadros, noticias, lugares y amigos nuevos. No para difundir siniestros actos suicidas, dentro de una sociedad de irresponsables que compiten para ver quien se mata de la manera más bizarra por lograr la foto más osada que, subida a las redes, le dará montones de likes. Foto que, en pocas horas, se perderá en el tiempo “como lágrimas en la lluvia” -y estas palabras hay que verlas en la actuación y voz de Roy Batty frente a Rick Deckard en la película Blade Runner.
Dentro de la profusión de muertes por autofotos, las que ocuparían el primer lugar en el podio del Libro Guinness de récords, son las caídas de espaldas al vacío -cornisas, balcones, acantilados- por intentar sacarse una selfie. Estas caídas me recuerdan una tira cómica de Fontanarrosa donde parodiaba a la película La misión, ambientada en la época de las colonias jesuitas. En la tira, un conquistador le comenta a otro que un compañero de aventura cayó con su canoa por las cataratas del Iguazú: “murió convencido de que el mundo es cuadrado”.
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