Ignoro cuando dejé de escamarme con las páginas en blanco, no es jactancia al estilo del fanfarrón Pirgopolinices; escribo todas las horas que estoy despierto y más cuando no lo hago. Sea cual fuere la actividad que realizo, está intermediada por algún relato. Mucho tiempo usé un cuaderno de hechura artesanal, hojas A4 lisas, anilladas y con tapas, pero no eran prácticos cuando salía de casa y opté por cuadernos escolares de hojas lisas formato mitad A4.
No puedo leer sin lápiz en la mano –y esto se complica a la hora de leer en pantalla o hacerlo en alguna revista en la peluquería–; tampoco ver televisión. Durante las comidas y refecciones; cuaderno y lápiz son tan importantes como platos, cubiertos pocillos y tazas. Si estoy leyendo en algún transporte público, las hojas de portada, portadilla y colofón del libro reemplazan al cuaderno.
No me asusta la página en blanco; cuando tomo la decisión de escribir ya he meditado el rumbo y con qué vientos deberé navegar –lo imprevisible son las dificultades de la derrota y el tiempo de la singladura.
A eso sumo mi afición por la fotografía, cuando selecciono las que más me gustan, para revelar, lo hago pensando en la historia que encierran –requisito imprescindible–; no es cierto aquello de “una imagen vale por mil palabras”, porque la imagen sin palabras, no se sostiene. Allí están La Biblia, y Metamorfosis de Ovidio, los libros que más pintores han inspirado.
Las fronteras del mundo a crear con palabras, como lo hizo Dios al comienzo del libro Génesis, las da el género: crónica, ensayo, cuento o novela. En algunos casos los lindes pueden desplazarse, incluso mezclarse. Ensayo, crónica o entrevista tienen ciertas reglas algo más estrictas, también le sucede al poeta que opte por el soneto, deberá ajustarse a la estructura, ritmo y metro. Fuera de eso la libertad es casi total. Al escritor de no ficción lo que no le está permitido es mezclar mentira con realidad; poetas, cuentistas, novelistas y dramaturgos son libres de inventar el escenario que mejor se adapte a su proyecto. Estos bordes los marcó Aristóteles en su Poética cuando aclaró: “El historiador y el poeta no difieren porque el uno utilice la prosa y otro el verso (se podría trasladar al verso la obra de Herodoto, y no sería menos historia en verso que sin verso), la diferencia reside en que el uno dice lo que ha acontecido y el otro lo que podría acontecer”.
De esta libertad y limitaciones frente a la página –o audiencia– ya da cuenta la poesía épica de autores griegos y latinos. En Ilíada aflora esta primera duda en los versos iniciales: “Canta Diosa…”, el poeta sabe lo que va a contar sólo que él repetirá lo que la Musa le diga, o cante, por su boca. El próximo cambio de rumbo aparece en el mismo Homero –en lo personal me sumo a los que dudan que sea el mismo autor– cuando en Odisea anticipe: “Cuéntame musa”; el giro ahora está intermediado por la versión y variaciones de los hechos que hará el autor de la versión del relato, ya conocido por la audiencia que disfrutará con esa nueva adaptación. En Eneida, Virgilio omite a la Musa desde el comienzo: “Canto a las armas y al hombre” (Arma virumque cano), aunque, como Homero, contará una historia que la audiencia no ignora; en su caso, narrar la glorificación de Roma y del emperador Augusto. Más allá de su indiscutible valor y trascendencia en la historia literaria fue una obra escrita por encargo el emperador; los romanos se jactaban de ser descendientes del troyano Eneas, hijo dilecto de Venus, y de sus compañeros. Siempre en la línea laudatoria están los –olvidables– versos de Nicolás Guillén: “Stalin, Capitán, / a quien Changó proteja y a quien resguarde Ochún. / A tu lado, cantando, los hombres libres van…” (¿!).
El paso más importante de independencia del escritor y su libertad lo dará Ovidio en Metamorfosis ya desde el comienzo: “Mi inspiración me lleva a hablar...”; el escritor ha meditado largamente lo que va a escribir, se ha documentado y trazado un plan de trabajo, sabe qué va a decir y cómo lo va a decir. No sólo ha prescindido de la Musa, sino también deja de lado al mecenas –Augusto, Stalin o cualquier otro– y ejerce su arte en libertad. El hecho de que Ovidio fue enviado al destierro por Augusto da pruebas de que este ejercicio de la libertad, a la hora de empuñar, ya que no la espada, la pluma, no es gratuito.
De allí el valor de la actitud del escritor frente a la hoja en blanco, necesitamos narraciones para poder entender la realidad –al decir de Wilde–, historias de personajes del presente o del pasado, imaginarios o reales. Relatos que iluminen y ayuden a desmitificar otras ficciones, de ideologías o propagandas, o perimidos patrones estéticos. Y esto es válido, a la hora de abrir un libro, de ir a un museo o de ver una película.
Por su parte Hemingway dijo que la mejor manera de vencer a la página en blanco es empezar, y escribir, y escribir, hasta que de pronto uno siente que las cosas salen solas, “como si alguien te las dictara al oído”.
Estas maneras de enfrentar la página en blanco no existirían a no ser por el primer regalo, que según el Corán, Dios le hizo al hombre; leemos al comienzo de la Sura 96: “¡Lee en el nombre de tu Señor, Que ha creado, / ha creado al hombre de sangre coagulada! / ¡Recita! Tu Señor es el Munífico, / Que ha enseñado el uso del cálamo -para escribir, por extensión, la escritura-, / ha enseñado al hombre lo que no sabía”.
Esta semana vi Patterson, de Jim Jarmusch y el diálogo de la escena final me dio el título de esta nota. El protagonista es un conductor de ómnibus que, en las paradas al final de cada recorrido, inspirado en lo que ha visto, escribe en una libreta ideas para poemas que elabora al llegar a su casa. Un fin de semana, al regreso de un paseo con su esposa, descubre que su perro ha destrozado la libreta. Desolado, sale a caminar y se sienta mirando el río. Poco después se sienta junto a él un japonés que saca un libro de poesías de William Carlos William y el protagonista le pregunta qué hace en Paterson. El turista responde que ha viajado para conocer la ciudad de William Carlos William y que volverá al día siguiente a Osaka y quiere saber si él es también poeta, a lo que le responde que es conductor de autobús, aunque escribe poesía, y le cuenta la historia de sus poemas perdidos. Al momento de despedirse, el japonés le da como regalo un cuaderno en blanco, y le dice: “a veces las páginas en blanco dan más posibilidades”.
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