En la verdulería me sumerjo en un universo de colores y perfumes, el encarnado intenso la sandía, próximo al olor picoso y ligeramente amargo de la rúcula y la radicheta; el color entre salmón y rosado, sabor y aroma con notas de melón cantaloupe de la papaya; los rabanitos rojos de corazón blanco y crocante sabor, ligeramente astringente, suerte de nachos vegetales; y los puerros, bulbos semejantes a cometas de cabellera verde,cuerpo de nívea blancura y efluvio que tiene nombre propio: “aliáceo”,que lo hermana con el de cebollas y ajos, cuyas ristras nos sirven de escudo contra Drácula. La nota cromática móvil, dentro de la verdulería, viene de las rastas amarillo intenso del encargado.
De regreso, un anunciado pero súbito y violento chaparrón levanta un olor particular desde la calzada y el asfalto mojado. A resguardo, bajo un alero, busco el previsor paraguas que llevaba en un bolsillo del carro de compras, y disfruto del perfume envuelto en tenues volutas de vapor que se elevan del asfalto mojado; me acuden los versos de ‘Correspondencias’: “perfumes frescos como carne de niños / suaves como los oboes y verdes como las praderas”. Tengo presente, por haber leído un artículo de una revista científica -y tomar apuntes a la espera de la próxima lluvia que me atrapara en la calle y me permitiera escribir una nota-, que el olor de la tierra mojada tiene un nombre no reconocido por la RAE: petricor.
En realidad no hay un petricor, los hay tantos como geografías y horas del día, urbanos, suburbanos, rurales y agrestes. No es lo mismo el petricor del pavimento mojado en el barrio de Palermo, que el de asfalto de las calles internas del Central Park en Nueva York o el de una calle empedrada de la Malá Strana de Praga, o el que percibo desde el décimo piso de mi estudio. En todos los casos los perfumes se mezclan y confunden con las esencias de su entorno, son parte de la historia y la geografía y herencias de otros pretricores que los precedieron.
La lluvia, en sí misma, no tiene olor; es su contacto con el suelo o superficies sólidas lo que produce la transmutación alquímica que percibimos con el olfato; y participan distintos compuestos químicos fragantes, casi todos aceites esenciales de origen vegetal que, como muchos elementos grasos, absorben otros aromas circundantes. Las encargadas de esta síntesis son las actinobacterias, que descomponen la materia orgánica y, de las que existen distintas variedades según sus entornos: rurales, urbanos, fluviales y costeros; sintetizan sustancias llamada geosminas, que permanecen guardadas, como en bombonas, en esporas de hongos.
En períodos de sequía la actividad actinobacterial se aletarga pero, en contacto con gotas, sean de un simple aguacero a una tempestad, las esporas se activan y exhalan perfume “a lluvia”.
Hace añares, aprendiendo rudimentos de combate nocturno en el servicio militar, lo primero que me quedó en claro de esa práctica es que de noche, si bien todos los gatos son pardos, los aromas se perciben de manera más intensa, otro tanto pasa con los sonidos.
La gente que carece. o ha perdido el sentido del olfato. sufren de anosmia, también uno de los síntomas del Covid, lo cual no le impide disfrutar de novelas o películas relacionadas con perfumes y aromas; empezando por el olor de la magdalena ensopada en té de tilo que detona en los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido, pasando por El perfume de Suskind, a Los perfumes (Les parfums) la película de Grégory Magne. Las dos últimas tratan de maestros perfumeros que han llegado al acmé de su arte, en el primer caso el de uno que busca una esencia que seduzca por igual a hombres y mujeres; en el segundo el de una estrella del mundo de los perfumistas que pasa por ataques de anosmia y se ve obligada a recurrir a los recuerdos e imaginación olfatoria y, la ayuda de un oportuno chofer que le sirve de lazarillo de los aromas. En el medio, la inolvidable Perfume de mujer (Scent of a Woman), la remake de Al Pacino que supera ampliamente al original con Vittorio Gassman – a veces segundas partes son mejores.
De mi infancia y juventud en Mendoza me acude un petricor particular y, que permanece vivo en mi memoria olfativa, a los violentos, cálidos y secos vientos Zonda que soplaban del norte, le sucedía una respuesta de viento sur, por lo general al atardecer, y acompañados de lluvias. Desde la ciudad, sabíamos de esa respuesta por las ráfagas refrescantes que traían el inolvidable petricor de la jarilla mojada, arbusto cuya madera y hojas secas le dan un aroma inconfundible a los asados y empanadas hechas en hornos de barro.
Así como todos los caminos conducen a Roma, para cualquier olfato imaginativo los petricores, remiten, de nuevo, a ‘Correspondencias’: “El hombre pasa a través de bosques de símbolos / que lo observan con miradas familiares./ Como prolongados ecos que de lejos se confunden… Los perfumes, los colores y los sonidos se responden” (Charles Baudelaire).
Sonidos, olores, lecturas y colores que, como petricores, recuerdos, sabores y vivencias se entremezclan en baudelerianas sinestesias potenciándose en baudeleranias sinergias. Todos elevándose, ante la más tenue llovizna de evocaciones, desde la floresta de libros de las estanterías de las bibliotecas.
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