Imposible divorciarse de las contraseñas, cohabitamos con ellas para acceder al banco, suscripciones, correo electrónico, pedir turno con el médico o resultados de análisis. En un conteo, sin consultar mi cuaderno, sumo más de veinte, por más que he intentado aunar criterios: para diarios, revistas, clínica y laboratorios, una; para servicios de compra por Internet o suscripciones en la web, otra. Con los bancos, la tengo un poco más complicada.
Olvidar una contraseña otrora ha sido mortal; en Las mil y una noches, Kassim, el hermano de Alí Babá, una vez dentro de la cueva del tesoro, la olvidó a la hora de salir. Otro tanto por pronunciarla mal. Les pasó a los miembros de la tribu de Efraim, leemos en la Sagrada Biblia -Libro de los jueces (12:5-6)- que cuarenta mil miembros de la derrotada tribu de Efraim, al intentar huir atravesando el Jordán, fueron detenidos por sus vencedores, la tribu de Jefté, y obligados a decir shibbolét, palabra que ellos pronunciaban sibbolét, por esa razón fueron degollados en el acto. De donde hoy shibbolét es sinónimo de contraseña.
Otro riesgo de las contraseñas está en equivocarse dos veces seguidas, y aunque no acarrea los padecimientos de Kassim o los miembros de la tribu de Efraim, no por eso deja de ser un incordio. Tengo una copia de ellas en la última página del cuaderno donde anoto las actividades por hacer. Además guardo otra en el interior de un libro. Cuando viajo, no preciso muchas de ellas, tengo una “copia de contraseñas para viaje” en la última página de mi diario. Todo se reduce a no olvidar y saber guardar cifras o palabras.
Desde que aprendí a leer, las palabras se me aparecen en cualquier circunstancia en búsqueda de ser adoptadas. A principios de diciembre del año pasado acogí una, noxa, cuando le pedí una consulta a Tomás, amigo médico que volvió de vacaciones. Dos semanas previas a su regreso, tuve un imparable acceso de tos, al otro día, fui a la guardia de mi obra social, me diagnosticaron algo que ya sabía: alergia; la prescripción: antihistamínicos que, trascartón, me provocaron un desgano que me identificó con el protagonista de Macunaíma: O herói sem nenhum caráter; y me identifique por su muletilla "¡Ai, que preguiça!" (¡Ay, qué pereza!).
Le conté a Tomás de mis padecimientos y me dijo que tenía una combinación de alergia y estado gripal y podía durar unos días, luego me aclaró que alergias y gripes son noxas y suelen venir en pareja. En consideración a otros pacientes, no lo demoré, tampoco le pregunté qué significaba noxa -pero anoté la palabra en la portadilla del segundo tomo de Obras completas de Luciano de Samosata.
Llegué a casa y me puse a rastrear el significado, empezando por la Real Academia; resultado de este periplo etimológico fue descubrir que la palabra encerraba a otras dos sobre las cuales, de manera premonitoria, me había advertido Luciano en “Acerca de los sacrificios”, donde arremete contra ciertas creencias religiosas tradicionales y las prácticas que estas demandan para concluir: “Acciones y creencias por parte de la mayoría que necesitan de la crítica de un Heráclito o de un Demócrito; el uno para reírse de la ignorancia; el otro para deplorar su estupidez”. En esta frase -según la nota del traductor- hay un juego de palabras de Luciano porque en griego ágnoia, significa ignorancia o ausencia de conocimiento (gnosis); y ánoia implica estulticia o carencia de mente (nous).
Este juego de palabras coincidió con mi búsqueda de noxa, a la cual la RAE define: “daño o perjuicio”. Una de mis entradas en la Web me volvió a remitir a la RAE, por parentescos que esta pasa por alto. El primero, noxa deriva del latín nex (muerte); el segundo, noxa también puede derivar de obnoxio, para la RAE: “expuesto a contingencia o peligro”. El tercero surgió de un diccionario de latín: obnoxius (sometido, sujeto, dominado).
Ergo, noxa es cualquier componente del entorno capaz de generar daño a la persona que entre en contacto con él. Las noxas y sus reacciones en cadena son tan variadas como la naturaleza o la imaginación humana, o la combinación de ambas, lo permitan: la peste bubónica; los huracanes; la hoguera de Giordano Bruno; las dos balas 9 milímetros de Sarajevo; la locomotora de Ana Karenina; el cascotazo del Marqués de Santillana; la tuberculosis de Kafka; el terremoto de Lisboa; el cuchillo sacrificial de Agamenón; el arsénico de madame Bovary; o Little Boy, regalo que la mamá de Paul Tibbets dejó caer sobre Hiroshima.
El otro campo de acción de las noxas son sociales o síquicas, acontecimientos externos sobre los que una persona, o grupos de personas, no tiene control: crisis económicas, racismo, persecuciones políticas, inseguridad social.
Razón por demás fuerte para que las noxas sociales acosen a toda la humanidad por igual, desde los desprotegidos que se ahogan intentando cruzar el Mediterráneo a cualquier profesional exitoso, del primer mundo. Cuando un barco se hunde peligran los pasajeros de tercera clase y los de primera.
Y el destino del mundo sigue en equilibrio inestable detrás del binomio mencionado por Luciano, que se ríen de los ignorantes y los estúpidos. La suma de todas las noxas.
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