Caminar con fines recreativos, o creativos, con o sin rumbo fijo, es una acción que tiene múltiples definiciones, empezando por el conocido término francés flâner, que engloba variedad de acepciones y acciones. Flâner puede ser: caminar al azar y sin prisa; divagar con la mirada y la imaginación; perder morosamente el tiempo; complacerse en la inacción y en el dolce farniente; dolce farniente que remite al placer de la ociosidad, pero no cualquier ociosidad, la de quien es consciente y disfruta su ejercicio.
En español flânertiene un equivalente en términos en la RAE: vagar y deambular; el primero en dos acepciones:“estar ocioso; andar sin determinación a sitio o lugar”. Ya deambular es: “caminar sin dirección determinada”. Así el flâneur es una persona que vaga y deambula; no se puede decir lo mismo de su imaginación y pensamientos.
Para un escritor, caminar puede ser un recurso estético y compositivo, permite realizar flashbacks y recuperar vivencias pasadas para encadenar pensamientos dispersos, alinearlos con la geografía urbana que transita y hacer flashforwards. En “Los crímenes de la calle Morgue” el narrador cuenta que, en un largo paseo nocturno junto con su amigo, Monsieur Dupin, descubre que éste, luego de un cuarto de hora de caminata en silencio, basado en sus gestos y miradas pasadas, pudo decir con precisión en qué estaba pensando. No es casual que Monsieur Dupin haya inspirado al padre de los detectives, el de Baker Street; el arte de la deducción científica en criminalística literaria nace del placer deambulatorio. Y no solamente Monsieur Dupin; cuatro años después de “Los crímenes de la calle Morgue”, a Calíbar, el mítico rastreador de Facundo, le roban una montura; dos años más tarde, caminando por una calle de los suburbios, Calíbar sigue los meandros de sus pensamientos, entra a una casa y encuentra su montura, ennegrecida ya y casi inutilizada por el uso.
Es conocida la reflexión de Picasso “yo no busco, encuentro”, cuando alguien busca, sus ojos sólo indagan en lo que andan procurando, no descubre algo ni son capaces de percibir otros matices; sólo piensa en su objetivo, está poseído por el rastreo y va tras las pistas, pero no ve otras señales. Encontrar implica ser libre, actitud existencial del flâneur.
La geografía urbana conlleva un relato en movimiento: edificios, tiendas y personajes: trapitos, vendedores ambulantes, payasos y malabaristas; aprovechan las luces rojas de los semáforos para ofrecer mercaderías y servicios; mientras, motochorros cazan al acecho a desprevenidos automovilistas y peatones que, esperando la luz verde, hacen sus flâneries en las pantallas de los celulares. Monumentos, grafitis, distintas manifestaciones de street art que adornan paredes y medianeras, a veces aprovechando elementos ya presentes,forman parte de la historia de la ciudad y de quien la recorre.
Y nuestra historia no es la misma según la hora del día, en madrugadas de insomnio, al recorrer mi barrio y alrededores: Plaza Italia, Botánico y Palermo Soho he visto otra geografía, otros personajes y otros aromas que van de efluvios de cannabis y pipas de crack, al inconfundible olor de las panaderías que hornean productos en un orden establecido; primero el olor a especias y azúcar tostada de las facturas; sigue el crujiente aroma del pan. Por la mañana temprano y luego del mediodía es el gárrulo vocerío de emperejilados niños que entran al colegio acompañados de mamás, para salir con las ropas desarregladas, medias caídas, cabellos despeinados y camisas fuera del pantalón, acicalados por las mamás antes del regreso a casa,.
Sin dejar de lado otras personalidades del paisaje urbano: los perros y sus dueños. Un señor camina con un salchicha y un galgo, cada descansado tranco del segundo requiere infinidad del primero que lo sigue en un trote agitado. A la salida de una verdulería; un cachorro de fox terrier se prende de la correa con los dientes y cuelga de ella «no quiere que volvamos a casa», explica la dueña, la historia se repite con otro echado en el piso que insiste en no levantarse. «Claro, el señor cruza la calle sin mirar el semáforo», «¡no seas pelotudo!», recriminan otros a sus perros.
Todo relato o pensamiento estético es, en sus comienzos, citas y préstamos de otras fuentes, pasadas y retocadas por el filtro de nuestra imaginación y demandas. De esta manera, préstamos y citas son glosados y experimentan una (dis)torsión que los hace girar hacia el contexto y realidad del creador, quien reemplaza contextos y realidades originales; el escudo de Aquiles en La Ilíada será, en El viaje de Los Argonautas, la túnica nupcial de Jasón en su encuentro con Hipsipila y la bata de Samuel Tesler en Adán Buenosayres. Una geografía que puede acompañar este recorrido artístico es la de los caminos de sirga, que bordean las riveras de un río y, cuando las embarcaciones no pueden navegar por la corriente, permiten arrastrarlas desde tierra. Remontando ríos de Europa y Asia, muchas veces a la sirga, los vikingos llegaron a Constantinopla y, como Droctulften “Historia del guerrero y la cautiva”, sucumbieron a sus maravillas y murieron defendiéndola del asedio turco.
A su vez, navegar a la sirga con relatos e ideas nos hace transitar los senderos del quiasmo, figura retórica que consiste en intercambiar dos ideas paralelas y opuestas, tal el caso de: “La humanidad debe poner un fin a la guerra o la guerra pondrá fin a la humanidad”.
Pero muchas veces, en esta visión quiásmica, se dan vuelta las tornas y el artista no sigue al mundo sino al revés, y así lo expresa sor Juana Inés de la Cruz en un soneto: “En perseguirme, Mundo, ¿qué interesas? / ¿En qué te ofendo cuando sólo intento / poner bellezas en mi entendimiento /y no mi entendimiento en las bellezas?”.
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