En lo que va del siglo he releído tres veces La Orestía, obra que, junto con Las moscas de Sartre, supe frecuentar en años de la facultad, siempre me atrajo el planteo, por así llamarlo, “jurídico”, del origen -en este caso teatral-, de la administración de la justicia en una sociedad clásica. Lo de jurídico, no es casual, tengo una relación cercana con abogados, quizás porque dos de mis tres opciones, luego de tres años de ingeniería fueron arquitectura y abogacía, pero la luz del entendimiento me llevó a la carrera de letras. Por otra parte, si hay quienes se jactan de tener un amigo judío o negro, me jacto tener de tener una excelente vecina abogada y un íntimo amigo juez.
La Orestía, es la única trilogía de Esquilo que se conserva completa y trata de la resolución jurídica que pone fin a la serie de asesinatos que marcan la maldición de la casa de Atreo y colocan en riesgo el equilibrio de la sociedad. La cadena de crímenes empieza en vísperas de la partida a Troya, la calma chicha impide zarpar a la flota aquea, un adivino les comunica a los griegos que la única manera de lograr vientos favorables es mediante el sacrificio de Ifigenia, hija de Agamenón, jefe de la fuerza invasora; el asesinato se perpetra en un altar sacrificial. Otra de las razones que movilizan al Atrida para cumplir presto con el vaticinio es que Aquiles está azuzando a los aqueos para asumir él la jefatura de la expedición; pero vienen los oportunos vientos favorables; lo que no impide que la rivalidad de Aquiles y Agamenón persista y, gracias a ella tenemos La Ilíada.
Al sacrificar a Ifigenia, el padre incurre en lo que los griegos llaman parakopá (infatuación, frenesí, insania), que lleva a la hybris o desmesura, que desencadenará en la tragedia y fin de su casa; también es causa, hasta hoy, de todo tipo de asesinatos individuales o colectivos. En la primera parte de la trilogía, Agamenón regresa victorioso de Troya, para ser asesinado por su esposa Clitemnestra, ayudada por su amante Egisto; si bien la razón esgrimida por la mariticida fue vengar el filicidio, la pareja homicida ambiciona quedarse con el poder. En Los Coéforos, segunda parte de la trilogía, Orestes, hijo de Agamenón y dado por muerto por Clitemnestra y Egisto, acude en compañía de su amigo Pílades a cumplir, en contra de su voluntad, un mandato de Apolo, vengar la muerte de su padre y así mata a su madre y al amante. Hasta aquí se suceden una serie de asesinatos que siguen la antigua Ley del Talión (del latín talis = semejante o de la misma especie), que condena al delincuente a sufrir el mismo daño que causó. La Ley del Talión ya aparece registrada y con una multitud de ejemplos hace 38 siglos en el Código de Hammurabi y tiene su correlato en la Sagrada Biblia cuando el Señor le advierte a Moisés a la hora de administrar la justicia: “Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida” (Ex21:24-25); por su parte, en El Corán los alcances de la Ley del Talión figuran en las Suras 2, 5 y 22.
El problema radica en cuáles son los límites de la Ley de Talión; porque luego del asesinato de Orestes ¿a quién corresponde en esa sociedad patriarcal ser el ejecutor de la venganza por la muerte de Clitemnestra? De la solución de ese conflicto trata Las Euménides, la tercera parte de la trilogía esquiliana. Luego de su asesinato, Orestes, acosado por las Erinias, deidades que castigaban a quienes cometían asesinatos en los que mediaban vínculos de sangre, se refugia en el templo de Delfos donde está el oráculo de Apolo; el dios, luego de ahuyentar a las Erinias, le ordena a Orestes purificarse por la sangre derramada e ir a Atenas para, abrazado a la estatua de Atenea, solicitar ser juzgado. Sigue el juicio de un tribunal convocado y presidido por Atenea, donde Apolo es defensor y las Erinias las acusadoras. Luego de un debate donde ambas partes exponen razones -las más fuertes esgrimidas por las acusadoras: absolver a Orestes es legitimar el matricidio y los crímenes de sangre-, sigue una votación, el asesino es absuelto y las Erinias –defensoras de la antigua Ley del Talión– pasan a ser las guardianas de las antiguas tradiciones con el nombre de Euménides –las graciosas favorables, antífrasis más acorde con su nuevo rol en la sociedad–. Con el juicio triunfa la visión femenina de Atenea en una sociedad regida por valores donde priva la venganza. Una sociedad que amenazaba a desquiciarse ha pasado a ser un estado ordenado por las leyes.
Sin embargo, el mundo regido por leyes dista de ser una suma de sociedades justas y en sus quicios. En el siglo pasado, las leyes raciales de Hitler y las severísimas sanciones que, en este siglo, se aplican en Rusia, China, Nicaragua o Cuba con los disidentes muestran que no se es igual frente a la ley; las leyes de la Sharia, cara a los talibanes, no están acompañadas por las Euménides en lo que hace al destino y acceso a la educación de las mujeres y a los practicantes de otras religiones. En Myanmar se dan vuelta las tornas y la mayoría budista aplica, asesorada legalmente por monjes, su propia interpretación de las enseñanzas de Sidarta Gautama a la hora de reprimir y asesinar a la minoría musulmana rohinyá, contra la cual han desarrollado una política de “limpieza étnica” -nada más percudido y fétido que una “limpieza étnica”-, que en nada envidia a las de los nazis y Stalin, las más recientes de Bosnia o la expulsión de gitanos de Francia ordenada por el presidente Sarkozy en el 2010.
Si bien el Mahatma Ghandi reflexionó “ojo por ojo y todo el mundo acabará ciego”, lo cierto es que las nuevas leyes promovidas y protegidas por Atenea en Las Euménides, cayeron en saco roto en su sociedad. Porque los griegos, con sus instituciones, oficializaron el destierro, el asesinato político, la xenofobia y la catalogación de ciudadanos de primera y segunda clase.
Y también el Señor, en sus advertencias a Moisés le aclara “si alguno hiriere en el ojo a un esclavo o esclava y los dejare tuertos, le dará libertad por causa del ojo que le sacó”.
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