En los días anteriores a la operación, fui y volví sobre el tema de la ceguera y su presencia en la literatura, ya desde sus orígenes con el invidente Homero. De manera curiosa, entre los primeros ejemplos que acudieron, dos no figuran entre mis favoritos: Informe sobre ciegos y Ensayo sobre la ceguera. Avatares de los pensamientos, vinieron luego escritores que padecieron problemas en la visión: Borges, Joyce y Pérez Galdós, allí recordé que los dos últimos fueron por tardías complicaciones de enfermedades venéreas, estas evocaciones me llevaron a la relación entre dos castigos frecuentes en Bizancio: cegar y castrar a delincuentes y enemigos poderosos, las dos mutilaciones con un antecedente bíblico. Sansón, luego que su amante Dalila le cortara el pelo, fuente de su vigor, fue cegado; castigo semejante sufrió Miguel Strogoff; mucho antes Edipo se arrancó los ojos al enterarse de que había concebido hijos con su madre. De allí salté a la serie que me quedaba: Borges y el “Poema de los dones” y también, inevitable, “On his blindness”, dedicado a otro ciego famoso: Blind Pew, el de la Isla del Tesoro.
Hasta ese momento, mis ciegos favoritos habían quedado fuera de mis evocaciones y retomé el hilo de la divagación: el de El Lazarillo de Tormes y, antes el de la historia de Alí Babá -por aquello de “un ciego ve más con la yema de sus dedos que un tonto con dos ojos”-. Pero, cuando acostado en la camilla, luego de que el doctor me colocara la máscara, que sólo dejaba libre el ojo izquierdo y, aplicara gotas anestésicas, me informó que colocaría un par de pinzas para inmovilizar los párpados; me acudió el personaje más importante relacionado con mi situación: el malvado Little Alex de La naranja mecánica, al momento en que es sometido al tratamiento Ludovico. De allí en más, las evocaciones fueron solo imágenes, Eikones.
La primera representación que surgió de la oscuridad, ni bien el cirujano empezó a operarme y, a informarme de lo que iba a hacer, fueron dos círculos pequeños iluminados y abajo, centrado, uno más grande, imagen que recordaba vagamente a una máscara antigás y me llevó, de inmediato, al Imperial War Museum y al cuadro de John Singer Sargent: Gaseados (Gassed); enorme óleo sobre lienzo, frente al que permanecí casi tres cuartos de hora y al cual he vuelto innumerables veces en ilustraciones y descripciones, como en otro libro sobre imágenes, escrito dieciocho siglos antes de la Primera Guerra Mundial, por Filóstrato de Lemos, que visito con frecuencia. Gaseados muestra, en un primer plano, una fila de diez soldados ciegos por un ataque de gas mostaza, con los ojos vendados, fusil al hombro y equipo completo, la mano derecha en el hombro del compañero de adelante, avanzan por una pasarela de madera tendida en el fango siguiendo a un enfermero que les sirve de lazarillo y los lleva a una tienda de campaña donde está el puesto de primeros auxilios; la tienda, insinuada en el vértice inferior derecho por las cuerdas que la mantienen tensa. Abajo y a lo largo del lienzo y delante de la pasarela de madera, otro grupo de soldados con los ojos vendados recostados en el barro esperan turno para ir al puesto de primeros auxilios.
Ahora, una brillante neblina luminosa ocupa mi campo visual, a veces recuerda un vidrio trisado, a veces descargas de relámpagos, las visiones son de colores cambiantes; el doctor continúa avisándome lo que va haciendo, más para tranquilizarme que para hacerme entender el vocabulario oftalmológico, o me anticipa de un tirón o escarbadura que puede ser levemente dolorosa, la asistente lo acompaña en sus observaciones y me aclara “está muy tranquilo, lo felicito”. Intento desligar la imagen visual y trato de reconstruir Gaseados, vuelvo a él y me refugio en los detalles.
Ahora, a la derecha de los diez soldados y el enfermero aparece, casi perpendicular, otra fila de soldados en las mismas condiciones que avanza, sobre otra pasarela de madera, hacia las cuerdas de la tienda de campaña. La memoria me lleva a una fila de seis ciegos cada uno tomado del bastón de su antecesor, siguiendo al primero que ha caído en una cuneta, Parábola de los ciegos de Pieter Brueghel. Pero de repente todo está en calma, el médico me avisa que me van a colocar un protector en el ojo, me quitan la máscara, las luces se encienden, me ayudan a sentar y me trasladan a una silla de ruedas para volver a la normalidad y, a cambiarme.
Recibo el instructivo del tratamiento para hacer en casa y, con Beatriz, tomamos el ascensor, en el espejo puedo ver mi aspecto, normal salvo el protector de plástico transparente en forma de concha que, como un monóculo, se mantiene con cinta adhesiva sobre el ojo. Ya en la calle, sigo a Beatriz pero no como los ciegos de Brueghel, que son los de la parábola de Mateo “si un ciego guía a otro ciego los dos caerán en un pozo”, cuadro en el que -dicen los que saben- un oculista capacitado podría diagnosticar distintos tipos de ceguera: desde una catarata negra hasta al que le arrancaron los ojos.
Pieter Brueghel puso en imágenes las palabras de Mateo; catorce siglos antes que él, Filóstrato el viejo, en su libro Imágenes (Eikones) hizo un proceso inverso puso en palabras cuadros inexistentes de un museo imaginario de un imaginario palacio de Nápoles; “la historia no se repite, pero rima”, dicen que dijo Mark Twain; lo mismo vale para el arte.
Ya en casa me quito el protector y lo limpio, deberé aplicármelo durante una semana por las noches antes de dormir. Lo estudio con cuidado y veo que dará para hacer un parche de ojo, como el de un pirata, de chico me encantaba disfrazarme de pirata. La semana que viene deberé operarme el ojo derecho y tendré dos protectores. Con ellos podré hacer dos parches, a Paula y Giulia mis sobrinas mellizas les van a encantar.
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