Con las sombras crecientes del fin de la tarde, cuando comienza esa hora en que la visibilidad decae y se confunden y funden formas e intenciones, cuando el Doctor Jekyll se apresta a metamorfosearse en Mister Hyde, esa hora que los franceses llaman entre el perro y el lobo (entre le chien et le loup) y los fotógrafos, la hora azul, una acolchada explosión de aleteos y plumas; decenas de palomas se dejan caer del techo del edificio en el piso 10, el último, donde tengo mi biblioteca y estudio, pasan frente a mi ventanal y desaparecen, de inmediato toman impulso con la caída, y con suave agitar de alas, en una curva ascendente, se dirigen hacia el espacio de dos torres a la izquierda.
Cuando las escucho aletear recuerdo la experiencia: la primera vez que despegué del aeropuerto El Alto en La Paz, el único donde los aviones decolan hacia abajo, al final de la pista, el pesado Jumbo se desplomó hasta que alcanzó la velocidad suficiente para retomar altura. Las palomas lo hacen desde siempre, pero empecé a sentir el estruendo desde la cuarentena, en virtud del silencio sepulcral que se remonta desde la calle.
Cuando faltan unos cuarenta minutos para que el sol se ponga, y esto lo sé porque en las ventanas de la torre del frente, veo reflejada la ventana de mi balcón y, muy apagados, aunque nítidos, mi escritorio y a mi sentado, mirando las ventanas de la torre de enfrente. En breve, todos los edificios vecinos se iluminarán, por detrás de los cristales encenderán las luces, se conjeturarán parpadeos de cientos de pantallas de televisión, algunos televidentes harán su práctica cotidiana y vespertina de gimnasia mirando a algún profesor de educación física, de cuando en cuando, en ventanas, al azar, los movimientos se repetirán, brazos arriba, flexiones de pierna, rotar el torso, y ahora sentadillas, y luego burpees; otros optarán por gym dance.
Todo esto lo sé porque, a esta hora, apago las luces y, con prismáticos 10 X 42 -aptos para situaciones de poca luz- huroneo en intimidades, no todas gimnastas: oficinistas, cocineros, padres jugando con los hijos, tele espectadores viendo noticieros; también parejas sin hijos, fáciles de identificar porque suelen andar más ligeros de ropa, ¿a quién se le ocurre cocinar solo con un slip, o con una tanga hilo dental? Si las circunstancias lo permiten, tomo alguna foto y la acompaño con notas. Durante el día, para mis actividades de voyeur, uso unos poderosos 24 X 50, puedo ver a los gorriones cuando picotean migas en la vereda; a mi izquierda, al lado de la cerca del colegio, donde tiran los residuos de una panadería que, aunque sé donde está, escapa a mi plano visual. Desde que los observo, concluí que los gorriones se transmiten la información; llegan uno o dos, picotean en la mesa servida y se van, en instantes aparecen otros; algunos levantan vuelo, vuelven más y pronto ocupan toda la vereda. Los gorriones no vuelan hasta el décimo piso, una lástima. A veces cuando los veo por las mañanas imagino el trisar en la calle muda.
El silencio estruendoso es el del colegio, por lo menos para mí; uno de los sonidos más agradables que conozco es el de los niños en el patio, en la mañana, cuando izan la bandera, en la tarde cuando la arrían, y durante los recreos. De esta cuarentena interminable rescato la desaparición sonora de automóviles y las bocinas, y motos, algunas con escape abierto -siempre sostuve que, cuanto más insignificante es el schlong del motociclista, más ruidoso su escape-. A cualquier hora del día, el sigilo de la calle aturde, por la noche cientos de ventanas se transforman en película en color mudas. O en cuadros de Hopper.
Con la cuarentena, Edward Hopper se ha vuelto trending topic en las redes sociales, es el pintor por excelencia de la soledad urbana. Y la global pandemia ha hecho de uno de sus cuadros el retrato de cada uno de nosotros ante los ojos de nuestros vecinos: hablo de Noctámbulos (Nighthawks), todas las noches en todo el mundo, sin importar la nacionalidad ni las barreras idiomáticas y culturales, todos nos metamorfoseamos en Nighthawks, que tuve la oportunidad de ver en el Chicago Art Institute. Tengo ese óleo de fondo de pantalla en la computadora. Las razones son tan personales como obvias, la primera es que esa toma -imposible no pensar en una toma fotográfica al ver el lienzo- de un casi vacío bar del Greewich Village contiene todos los bares casi vacíos de Manhattan. La segunda, porque la pantalla me coloca en el interior del cuadro. La primera vez que lo vi, ya no en reproducciones, lo incorporé a mi antología de pinturas, más aún es mi otro lado del espejo de Alicia.
La escena de Nighthhawks es un equilibrado cocktail, sencillo y contundente como un Dry Martini; ars combinatoria de soledad, voyeurismo, y silente abstracción que parece escapada de The Catcher in the Rye -de las versiones de la traducción en español, El cazador oculto y El guardián entre el campo de centeno, prefiero la primera, más acorde con el espíritu de la novela-. Como la proa de un barco que avanza hacia la oscuridad y el desamparo, los ventanales de una cafetería dejan ver cuatro personas enfrentada al espectador, una pareja apoyada en el mostrador, un camarero inclinado detrás de éste y un enigmático hombre solo que nos da la espalda. La pareja da la impresión de hacer un alto en su conversación o no tienen nada que decirse, o quizá se han quedado pensando en algo que han hablado; el camarero espera impaciente que los tres se vayan, es la hora de cierre; y el hombre que nos da la espalda bien puede ser el personaje de Scalabrini Ortiz: está solo y espera; o quizás está solo y se prepara para salir al rececho. La cafetería aparece iluminada con una amarillenta luz de neón, la única en el cuadro -también la última a esas horas de la noche- que brilla en la escena; no se ve la entrada del local por lo que, como espectadores, somos expulsados de la escena. Imposible no verlo como un decorado de una novela negra, propia de Raymond Chandler. Aunque, últimamente vengo pensando que el personaje de Scalabrini Ortiz es un artista, con certeza un escritor, los pintores suelen ser más sociables, y con más certeza un novelista, que ha hecho un alto en su trabajo; esto no está a la luz en la escena; lo adivino. Ese cuadro tiene correspondencias sonoras Ascenseur pour l’échefaud en la trompeta de Miles Davis.
Y lo adivino porque el hombre que nos da la espalda tiene la actitud de un novelista que es, precisamente, pasar desapercibido en una historia; ese novelista, está tomando algo, antes de salir a la caza a rececho de su relato, para luego, solo contarlo.