Una vez más giro la cabeza y dejo que los ojos recorran esta distancia que ya hicieron mis pies. Si pudiera no me quedaría, lo sé, pero de todas formas me cuesta partir, y es por eso que permanezco clavada en medio de la calle sintiendo en el cuello la tensión que provoca sostener la tristeza. Lo sé, estoy convencida de ello, que no quiero quedarme. No obstante, no puedo evitar sufrir esa parte de mí que lucha contra el tironeo de las piernas impulsándome a seguir. Debo avanzar, lo sé, y mientras regreso con los ojos al horizonte de la esquina acomodo un poco mejor el bolso en la espalda como para darme fuerzas. Cuando doy apenas unos pocos pasos, me vuelvo a detener. Llegar a completar estos metros es como caminar por el borde de un abismo. Al lograr doblar la cuadra podré hacer de cuenta que el pasado ya pasó.
Solo sé que ella se ha ido. Antes de abrir la puerta, dudo, pero en estos últimos meses he vivido a puro impulso y entonces puedo atreverme. Ya nada importa demasiado y apenas reparo en la calle desierta y el calor insoportable. Solo sé que ella se ha ido. La despedí intentando parecer una mujer fuerte. Intento creer eso aunque quizás es una ilusión pensar que los sentimientos son compartidos. A veces olvido que los años ya hacen de por sí una diferencia y que no amamos del mismo modo a una edad que en otra. A medida que vamos abandonando la vida, los amores se vuelven intensos y se cargan de miedos, temores; fantasmas acechando, la posibilidad de la pérdida. Por eso, la despedí como si pronto nos volviéramos a ver, entendiendo que era mentira, que no era cierto. Sólo sabía que se iba, mientras la ayudaba a montar el bolso sobre la espalda y me detenía en su nuca, en su pelo, en el olor que envolvía su cuerpo por completo. Era inevitable no recordar, cada segundo de esta mañana fue un rememorar algo de lo que fuimos. No parecía darse cuenta de mi dolor o tal vez aprendió con más sabiduría que yo a seguir adelante. Así que aquí estoy, agazapada como un ladrón, para verla partir, intentando que ella no me advierta en el intento, luchando para acomodar las puntas de los zapatos que pugnan por escapar fuera del escalón que lleva a la calle. Cada tanto, adelanto un poco la cabeza para espiarla y cuando veo que se detiene, el corazón me da un vuelco; al descubrir cómo gira la cabeza, pienso si regresará buscándome. La duda intempestiva me toma por sorpresa y me echa hacia atrás, la espalda rebota con dolor contra los bronces de esta puerta y me aferro a mis propios brazos para poder mantener el equilibrio ?cuál me pregunto si ya mis manos se estiran como queriendo hacer desaparecer los metros que me separan de ella? mientras sigo combando los pies para no delatar mi presencia. Esperando. Miradas furtivas. Deseo. Que no se dé cuenta de mi pena (o tal vez sí), sintiendo dentro del pecho la ansiedad que me provoca su figura de pronto detenida; llorando con rabia por tanta indefensión, observándola por fin como indefectiblemente se decide a continuar.
No las vi despedirse aunque puedo imaginarlas. Recreo en mi mente esta mañana que las debe haber envuelto en una morosidad ociosa ya que no había más nada que hacer; el bolso estaba preparado, más que listo, desde la noche anterior. De cualquier modo, se deben haber levantado temprano bendiciendo la llegada de la luz, porque ninguna había logrado dormir bien.
Una de ellas recordó ?aunque lo guardó para sí, ya que la vida enseña que algunos pensamientos no deben compartirse? algo que había leído alguna vez: "la mañana es una salvación para los seres humanos". Y esas palabras no dejaría de retumbar en su cabeza mientras el sol se filtraba con lentitud por entre las tablillas de la persiana; mientras y en un gesto instintivo, y no por eso menos amoroso, estiraba un brazo hacia su izquierda buscando. Pero ella ya se había levantado. Escucho el correr del agua en la ducha, un baño que se demoraría, estirado a puerta cerrada más de lo habitual. Luego fue el silencio y los ritos cotidianos, un café que no logra recomponer más que dos o tres palabras. Silencio. Después habrán pensado, quizás lo han dicho, para qué seguir aguardando, y ella habrá tomado su bolso y la habrá ayudado a calzarlo sobre la espalda, su misma columna endurecida y firme por la tenacidad de no develar ningún dolor. Quizás habrá hecho un amague de acariciarle el pelo ya que otro acercamiento le era imposible, vedado para siempre, porque la primera distancia que se establece en una ruptura es la de los cuerpos.
Y ella habrá sentido sobre su piel el peso de toda esa vida que regresaba a sus manos y, sin decir demasiado, habrá empujado la puerta para salir. Cuando unos segundos después, volvió a abrirse la entrada no alcancé a ver más allá de su propia figura desolada.
Entonces volví a imaginar: un pasillo estrecho aunque luminoso que me daba acceso directo al dormitorio, el calor de las sábanas revueltas bajo el impacto del sol y enseguida esa corriente que produce la apertura de la puerta de entrada, una brisa que pronto se convierte en viento y sacude los retratos de la cómoda, una ráfaga que lucha ?aunque los restos llevan algo de tiempo en despedirse? por llevarse algo de la desilusión.