Hace un par de días apareció un libro que se me había perdido hace más de un año. Lo había sacado de su estante en una biblioteca del piso inferior de nuestro departamento, subí a consultarlo a mi escritorio y se desvaneció. Helena lo encontró en el brazo de un sillón y lo acomodó entre los diccionarios. Esta mañana descubrí en una pequeña pila de recortes de diarios, que tengo para archivar, dos páginas de un libro, cuatro carillas, de la 89 a la 92. La 89 comienza con un diálogo: "- No. -respondió ella. / ¿Cómo coño no? -gritó el cura". La 92 es un largo monólogo interior que abarca toda la página sus tres últimas líneas: "tirado, boqueando, con los brazos chorreando sangre y un negro de la chacra, de los cerca de veinte que habían venido, quedaba en el galpón muerto -por un golpe o por la". Las páginas, aparte de los números, no tenían identificación.
Como si se tratara de una cabeza a la que le falta el cuerpo, las dos páginas están debajo del vidrio de la mesa de mi escritorio a la espera de alguna relectura donde falten.
Para mí la lectura es un acto lleno de ceremonias, manías y fobias. Si se trata de un libro que sé que voy a visitar con frecuencia, lo forro en papel obra misionero de 90 gramos color marrón y le anoto el título en el lomo con un marcador indeleble negro. A ese club pertenecen, entre otros, Metamorfosis, todo Horacio, Virgilio y Gracián, LaIlíada, Odisea, y los 27 tomos de la Obra Completa de Martí. Tengo otro que va a seguir con la misma ceremonia iniciática: Una breve historia de los árabes de John Mc Hugo, es un libro al que ingresé hace dos semanas y, desde el comienzo, leí por lo menos dos veces cada capítulo -me faltan 20 páginas para terminarlo-, lo he llenado de comentarios y tuve que añadirle un cuadernillo de ocho hojas lisas para anotaciones complementarias.
No puedo leer sin un lápiz, puedo hacerlo sin anteojos, no sin lápiz y goma. Durante años alterné con dos portaminas Mont Blanc 0,9. El año pasado los cambié por dos Faber-Castell 0,7; uso minas 2B.
Cada vez que salgo llevo en mis bolsillos la Moleskine, una goma de borrar y un estuche de cuero donde guardo un bolígrafo, una estilográfica y el portaminas. Esto condiciona mi vestimenta, por caluroso que sea el día siempre visto con saco para llevar todo ese equipo, además de documentos, billetera y llaves. El estuche de cuero, mi theca calamaria, lo diseñé y fabriqué yo; y no entiendo por qué en los controles antes de subir a un avión les llama tanto la atención a la policía aduanera.
No tengo un orden para las lecturas, sí relecturas, no compro libros con la intención de consultarlos inmediatamente, a veces esperan años por su turno. Un amigo librero me presta novelas pasatistas que devoro en un fin de semana y se las devuelvo los martes. Su comentario es invariable "tengo un par de cagadas que te pueden interesar". Hay gente que tiene cavas donde atesora vinos, yo, bibliotecas y un bargueño con destilados. Soy un fetichista convicto y confeso, detesto prestar mis libros y si algún día resuelvo hacerme un exlibris tendría como divisa: "Hay dos clases de güevones: los que prestan libros y los que los devuelven". Hay sectores de las bibliotecas de casa que son de "mi propiedad" y otros "propiedad de Beatriz"; las incursiones en estos terrenos tienen un ceremonial que mucho recuerdan al cruce del muro de Berlín en épocas de la guerra fría. Así, en este Checkpoint Charlie bibliográfico necesito un pase para entrar en la obra de Walter Benjamin, Adorno o Barthes; otro tanto le pasa a Beatriz cuando quiere visitar a Panofvsky, Didi-Huberman o Aby Warburg. Tenemos un no man's land bibliográfico donde, previo registrarnos, podemos merodear dejando constancia de nuestra incursión: el Siglo de Oro español y la sección de clásicos grecolatinos.
Una de las cosas que disfruto de Panofvsky son sus extensas notas al pie. Amo los libros voluminosos y las notas al pie. Detesto las notas al final. Creo que los editores que consienten semejante herejía deberían ser marcados en la frente con un hierro candente para público escarnio de su infamia.
Los hay que coleccionan pipas, sellos de correos, soldaditos de plomo o cajas de fósforos. Yo colecciono marcadores de páginas, para novelas o textos con nota al pie, prefiero los que vienen como una pequeña pinza de papel con broches magnéticos. Para los que tienen notas al final uso marcadores largos, del formato que se consiguen en los museos con detalles de cuadros, tengo cuatro del museo El Prado con detalles de Goya. Otros me los fabrico con alguna fotocopia de columnas de periódicos a las que hago plastificar. En el libro de McHugo hay uno confeccionado con dos columnas de la última página de El País de 2006, de un lado firmada por Maruja Torres del 29 de diciembre 2006 titulada "Miserable" donde habla de la enfermedad de Pinochet. Del otro lado, firmada por Juan José Millás del 29 de diciembre 2006 titulada "Agonía", donde habla de la última aparición de Fidel Castro en público, de la enfermedad que nunca se diagnosticó. También del viaje de Madrid a La Habana del doctor García Sabrido y su equipo médico, en un avión fletado por autoridades cubanas, junto con instrumental y personal especializado, para atender a un paciente: Fidel Castro.
Hace unos 15 años que, en vacaciones, disfruto de paisajes urbanos, ciudades, puentes, librerías, edificios y museos. Si tuviera que elegir unas vacaciones en contacto con la naturaleza consentiría a condición de que tuviese televisión por cable, internet y diario todos los días. Si tuviera que elegir un libro para llevar a una isla desierta optaría por tres o cuatro metros de soga para ahorcarme o una pistola 11,25 con balas Hydroshock para volarme la cabeza.
Desde hace poco más de un lustro, si una anotación en un pasaje literario es extensa le agrego la fecha. Leo los prólogos e introducciones con la misma importancia que le dedico a los manuales de una máquina fotográfica. Las erratas me incordian. Usualmente tengo en lectura por lo menos dos libros, hay veces que he orillado la media docena. Los prefiero de tapa dura y puedo leer en cualquier situación y circunstancia, basta estar sentado, aunque me encanta hacerlo en la cama. De los tres años que cursé ingeniería me acostumbré a escuchar música instrumental cuando escribo, estudio o leo "las cagadas" que me para los fines de semana.