Terminé de leer la web mi nota Las fronteras del plagio y recordé otros casos de escritores que leen, glosan, re escriben o citan a otros escritores.
En alguna declaración García Márquez hizo notar, de manera algo hiperbólica, que, en su oficio de narrador, se peleaba a trompadas con las palabras; lucha que otro escritor, mucho antes que él, definió con más elegancia como la búsqueda de le mot juste. La frase de García Márquez se volvió una leyenda urbana que muchos escribidores suelen repetir. Recuerdo al malogrado Ringo Bonavena y pienso si no es prudente tener cuidado con este tipo de metáforas boxísticas. Ringo dijo en una oportunidad "cuando te subís al ring hasta el banquito te sacan", uno se queda solo frente al rival. Los que hemos frecuentado el ring, vendajes, protectores bucales, guantes y cabezales acolchados, tenemos en claro algo fundamental en el mundo de las piñas: es más fácil pegarle a nuestro adversario que evitar que este nos pegue. Por eso pienso si a los glosadores de García Márquez, afines a emprenderla a trompadas con el alfabeto, no les termina pasando aquello que nos decía Miguel Angel Castellini en su mítico gimnasio de box, cuando comentaba algún match visto por televisión, y al cual gloso: "a este las palabras no lo noquearon, pero el árbitro le contó hasta ocho apoyado contra las cuerdas".
Lo cierto es que, en la pelea solitaria, que también puede ser a garrotazos como en el cuadro de Goya, del creador con la página -o la pantalla- en blanco vale todo: hacerle pisar el poncho a su inspiración, echarle tierra en los ojos o los golpes bajos. Como el derecho a devolver un golpe bajo reivindicado por Phelem-ghe-madone, el boxeador desahuciado, frente a Helmsgail, favorito en las apuestas. A este golpe bajo, devuelto en la campiña inglesa de los albores del siglo XVIII en El hombre que ríe; Hemingway, calzado con sus botas de siete leguas, lo ambientará en el Bronx de los ‘30 del siglo pasado. Ahora, el encargado de devolverlo es Jack, un negro, también boxeador y desahuciado, frente a otro favorito en las apuestas, un joven de origen polaco. De esta revancha literaria surge “Fifty Grand” (Cincuenta de mil), uno de sus cuentos más célebres.
"El que le roba a un ladrón tiene cien años de perdón" debe haber pensado Gustav Hartford. Lo cierto es que la granada que explota bajo los pies de “El Guasón”, el protagonista de la novela Un chaleco de acero, en plena guerra de Vietnam, es la misma que explota sobre Fred Henry en AFarewell to Arms, unos cincuenta años antes, en la batalla de Caporeto en los Alpes italianos.
Durante los casi 15 meses que estuvo encerrado en la cárcel Los Plomos, el caballero Giacomo Casanova de Seingalt las pasó canutas. Gracias a esta poco envidiable experiencia, su relato sobre este período es un sabroso pasaje de sus Memorias y un documento revelador sobre las prisiones de la época. Alejandro Dumas, aprovechando esta revelación, copió y acopió información sobre este incidente y lo re escribió totalmente; ahora extendiendo los catorce meses a catorce años -y varios capítulos- en el castillo de If. Pero Edmundo Dantés se vengó con creces por el caballero Casanova de Seingalt.
Herman Melville no tuvo mucha suerte con Moby Dick, de la primera edición de 500 ejemplares vendió menos de 300 y nunca se repuso por el fracaso de ventas y las devastadoras críticas literarias. Pero el golem literario de Moby Dick, Jaws (traducida al español como Tiburón) primera novela perpetrada por Peter Beanchley en 1974 fue un "mejor vendido" (best seller) de magnitudes obscenas, a tal punto que Spielberg hizo la versión cinematográfica, pionera de ese lamentable género "cine catástrofe" un año después. La justicia poética es mucho más lenta que la otra justicia, hoy nadie recuerda a Beanchley, es más, me atrevo a decir que la gente con menos de 40 años ni deben saber de su nombre ni de Tiburón (Jaws).
Es que el buen robo literario debe ser como la elegancia o ciertos “toques” que dan los barmans para equilibrar la combinación de un cocktail: apenas se debe notar. De lo contrario, en vez de la toga de Petronio nos podemos encontrar con los aros de diamante de Maradona. Ya Baudelaire reflexionó en sus Paraísos artificiales acerca del cuidado a tener con ciertos estímulos, como el haschisch “que en vez de adormecer al hombre, lo excita, pero sólo lo excita en sus vías naturales”. Para reforzar este ejemplo, Baudelaire decía que un boyero, ensoñado con la droga, sólo vería un paraíso de bueyes, bosta y pasturas para escribir sus poesías y ¿quién consentiría en leerlas?”. O sea, un bobo con la piedra filosofal y su estulticia puede transmutar a Raffles en un ladrón de gallinas.
A propósito de Raffles: Poe influyó a Conan Doyle, que influyó a Hornung y a Eco. De esta manera, el Fray Guillermo de Baskerville de El nombre de la rosa sería primo lejano del chevalier Dupin de Los crímenes de la calle Morgue. Conan Doyle tuvo un hijo rebelde literario, su cuñado Ernest Hornung. Con toda maldad, Hornung creó la contrapartida de Holmes, un mago del robo de guante blanco, el bon vivant Raffles que, para más inri de Conan Doyle, está acompañado con su amigo Bunny, otro ladrón y sosías perverso de Watson. La principal "marca literaria" de Raffles es su sofisticado consumo de productos de lo que hoy llamamos de "alta gama". Maurice Leblanc con su Arsenio Lupin y Ian Fleming con su Double o Seven abrevaron en la fuente Castalia de Hornung. Así el gentleman cambrioleur Arsenio Lupin de Leblanc y el agente secreto al servicio de su majestad, James Bond vendrían a ser algo así como los lejanos primos putativos del chevalier Dupin.
Esta mezcla de copias me recuerda a un coctail que me encanta, con base de divino gin -si ya escribí un Elogio del Dry Martini, debo dar otro paso más y escribir mi "Apoteosis del Gin-. Ese cocktail, el Singapoore Sling, fue creado por un barman anónimo en un hotel de Singapur que tiene el nombre del famoso ladrón literario, Raffles. El Singapoore Sling, es un trago que debe ser bebido cautelosamente porque, como aconsejó el barman de Boston cuando me lo presentó en otro hotel literario, el Parker House: “this mixture will certainly revive you, or something. I should think two dosis is the limit”.
Todo esto llama a una reflexión: es necesario tener bien claro cuáles son los límites dentro del robo literario legitimado. De lo contrario, cualquier aprendiz de hechicero -el del poema sinfónico de Dukas, magistralmente recreado por Walt Disney en su película Fantasía- puede intentar, confiado en la fórmula más que en el aprendizaje, vestirse con el bonete del mago y poblar el mundo de escobitas -o libritos- autistas.
A propósito de esa olvidable película Tiburón, rescato la actuación de Robert Shaw en el papel de Sam Quint -doble de Ahab-, no hay película, por mala que sea, que no tenga alguna cosa buena. Y esta reflexión es un plagio del Guzmán de Alfarache, que plagió al Lazarillo de Tormes, que a su vez se encargó de glosar a Plinio: “no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena.” Porque si bien "el precio de la gloria nunca es caro" -plagio de Anatole France-, esto puede inducirnos para "adornar el vuelo de nuestra fantasía con plumas ajenas" -plagio de Kayser-. Por eso conviene tener presente antes de ejercer nuestro derecho al robo que: "si algún bien fizeres, que muy grande non fuere, faz grandes si pudieres, que el bien nunca muere" -plagio del Infante don Juan Manuel-.
De lo contrario nos encontraremos con que, algún epígono de Ana Rosa Quintana o Sergio Di Nucci, en la distante Nueva York de la tercera década del siglo XXI, cometa otro robo literario, más tosco que el de sus antecesores. Por ejemplo, fabular un cuento inédito de Poe que empiece: “Her honeymoon was and endless tremor”. Entonces sí, la Dulce Espina de Cabrera Infante -que se llamaría Sweet Thorn-, podría anotar, acertadamente, “Plagio de El almohadón de plumas de Horacio Quiroga”.