Recibí un e-mail de un amigo donde me pide consejo por una pelea epistolar y además, para reforzar sus argumentos, me envió copia de la correspondencia intercambiada con su interlocutor. Esta actitud me preocupó porque me involucraba en la discusión; lo mejor es sortear este hábito. Tuve en claro dos cosas: primero, no responder sobre ese correo electrónico y redactar otro nuevo; segundo, debía ser muy cauto con lo que iba a escribir. Esta idea: "debo elegir con cuidado mis palabras para decirle que sea más precavido con sus e-mails y darle mi opinión", me recordó una situación similar, muy peliaguda, que leí -el siglo pasado- en el libro El exorcista.
Para encontrar la cita y recrear la atmósfera, merodeé por mi biblioteca detrás de El exorcista, recordaba claramente la tapa de la vieja edición de Emecé; no lo encontré. No fue -ni será- la primera vez que no encuentro un libro. Es casi seguro que lo he hojeado en algún momento, lo dejé en cualquier lugar y Elena lo acomodó en el primer estante donde vio un espacio; en casa hay cientos de metros de estantes de libros en cuatro piezas distintas, más fácil buscar una aguja escondida en una caja de costura. Busqué El exorcista por internet y me acudió dónde lo había comprado, fue en la calle Amigorena, en Mendoza, en la librería de Giulio Della Rovere, y él aclaraba que la coincidencia de nombres no lo hacía descendiente su homónimo, el Papa Julio II; aunque, éste, el vendedor de libros, también fue guerrero.
Bajé de internet el pdf de El exorcista, busqué la cita, recordaba dos palabras "musgo" o "piedra". Con la primera no tuve ningún resultado, la cuarta "piedra" me dio la cita; más fácil que si tuviera el libro. En ese pasaje de la novela, el psiquiatra trata de explicarle a Chris que lo que tiene su hija Regan -nada que ver con Ronald- no lo puede explicar la ciencia. Evoqué que, cuando leí la novela, como todo el mundo, sabía de antemano el argumento; a esa altura del libro, Regan está poseída por el diablo, como los ingleses cuando votaron por el Brexit; más endemoniada que Donald Trump -juro que no exagero-. A esta altura de mi búsqueda ya la respuesta del e-mail a mi amigo podía esperar un par de horas, festina lente, porque se me vino encima Della Rovere, el de la calle Amigorena, y algunos conocidos y amigos que pasaron por mi infancia y adolescencia.
El primero que acudió a mi llamado fue Joaquín, compañero de juegos de principios de la primaria, sus padres y hermanos, habían vivido el sitio de Madrid. Como eran comunistas y republicanos de pata negra, no es errado suponer que escaparon con un hilo en la pata, hasta que recalaron en la provincia. Qualis pater, talis filius, Joaquín era el único de mis amiguitos que proponía, a la hora de jugar a los soldados, que los buenos eran los coreanos y los malos los yanquis. En mi adolescencia, en la barra del Club de Regatas, un día apareció una nueva amiga, Antonia, hija de franquistas emigrados y formidable lectora, adoraba a Dostoievski y me obligó a leer Crimen y castigo. Si Joaquín era el anverso, Antonia el reverso -o al contrario- porque era anticomunista visceral, por un quítame de allá esas pajas le afloraba el "Viva Cristo Rey". Casi de inmediato recordé que, cuando murió Franco, la mitad de los españoles de la provincia lo festejaron y la otra, lloró a moco tendido.
Por el lado de la secundaria las amistades llevaron por otros rumbos, el más famoso profesor de gimnasia cuerpo libre y con aparatos de la provincia era alemán, el pelo rubio casi blanco, y había sido marinero de Graf Spee. Demetrio, el abuelo de un compañero de karate, fue aviador y tripuló un hidroavión de la escuadrilla de Italo Balbo en el raid, ida y vuelta, Roma-Chicago-Roma. El padre de Tomás, compañero de inglés de la Cultural Británica, era concesionario de una marca de automóviles y combatió en Birmania con los chindits de Wingate. Un día, cuando su papá estaba de viaje, Tom nos contó la historia, nos llevó hasta la oficina del padre y nos reveló un secreto que le había contado Huck, su hermano mayor. Abrió un cajón del escritorio y sacó un estoque de hoja triangular de unos 30 centímetros de largo y con vaceos muy pronunciados, la empuñadura era solo un cordón fino, que se empezaba a enrollar a la altura del pomo, y de un palmo de largo, para rematar en un pequeño lazo. Tom nos mostró que en ese lazo se enganchaba el pulgar. Años después vi que ese tipo de estoques, menos artesanales, se les llama misericordia. El papá de Daniel, compañero de secundario era químico, sus padres -los del papa de Daniel- se habían escapado de Alemania en el 38; Arbeit macht frei mediante, su familia se redujo a ellos y una prima distante en Australia. El papá de Daniel nos dio la proporción exacta de clorato de potasio y azúcar para fabricar la mezcla explosiva que poníamos en nuestros tornillos para amenizar de estruendos la ciudad, desde el final de clases hasta después de año nuevo. Carlino, el heladero del barrio, era véneto, fue partisano y cojeaba a causa de una herida de esquirla de granada. Otro vecino italiano, cuyo nombre ni el de su esposa recuerdo -si su aspecto: un sileno de Velázquez-, tenía una pequeña huerta y una viña; le comprábamos huevos y verduras. Hablaba un español incomprensible, su hija, Rosina, nos contó que ellos eran de la zona de Montecassino, los tres odiaban a muerte a los yanquis por el bombardeo de la abadía.
Detrás de esta secuencia de recuerdos como pasajes y galerías que me llevan a otros lugares y épocas fulguró mi departamento del Pasaje San Martín, donde vivía por los años que leí El Exorcista, tan parecido -inclusive en la fachada- con la Galeríe Vivienne, a la que conocí primero por el cuento "El otro cielo" de Cortázar. Y lo de pasajes y galerías no es traído de los pelos, porque el protagonista del relato de Cortázar, nomás entrar en la Galería Güemes por una de sus entradas, casi a mediados del siglo XX, sale por otra puerta en el París del XIX. He visitado y fotografiado varias veces la Galeríe Vivienne, la última en febrero de este año. No le veo muchas semejanzas con la Galería Güemes de la Calle Florida, con la cual la compara Cortázar en su cuento, si con el Pasaje San Martín. Y todo este aflorar de evocaciones no más recordar la librería de Della Rovere.
La frase en cuestión que buscaba es la del siquiatra de El Exorcista, cuando debe explicarle a Chris que Regan está más pirucha que Donald Trump y no encuentra las palabras para hacerlo, es: "como si eligiera las piedras para cruzar un arroyo". Pero ya no tiene mucho que ver con la respuesta que debo escribir a mi amigo. Me obligaría a muchos circunloquios. Me quedó en el teclado -ya que no en el tintero- la historia de Della Rovere; también la de Galina e Igor, y la de los hermanos Wajda, y la del chileno Sepúlveda y sus peleas con el siciliano Astutti, y la de los hermanos Pujol.