Releo un poema de Emiliy Dickinson y navego por las ocho líneas de There is no Frigate like a Book. Desde adolescente me atraen barcos y aviones y recuerdo novelas relacionadas con los últimos entre otras: Pylon, de William Faulkner; El amante de la guerra de John Hersey, Bombardero de Len Deighton, y Trampa 22 de Joseph Heller; ésta con la ácida reflexión, que da origen al título, y el escollo insuperable para que el protagonista, Yossarian, evite ir a combate. La reflexión es el artículo 22 del reglamento de la Fuerza Aérea: “Todo aquel que está loco puede pedir que lo eximan de ir a combate, pero si pide que lo eximan de ir a combate no está loco”.
Pero el origen de la narrativa –y de la vida– está en el mar; representación simbólica de los límites traspasados, lejos de tierra firme –lugar seguro, cuyas normas se conocen–. Los griegos, pueblo de navegantes, crearon la primera talasocracia conocida y, con ella, sus derivas bélicas; La Ilíada narra el conflicto entre aqueos y troyanos, prácticamente compatriotas: adoraban a los mismos dioses y hablaban el mismo idioma. Pero los segundos controlaban el acceso al estrecho de Dardanelos, paso rumbo al mar Negro, y cobraban gravosos portazgos y tasas de anclaje que los primeros se hartaron de pagar. La historia, con escasas variantes, se ha repetido, en la misma geografía, durante veintiocho siglos. El punto neurálgico de Troya ha sido casus belli para, entre las más recientes, la Guerra de Crimea (1853-1856) –genitora de los parisinos nombres del Boulevard de Sebastopol y el Pont de l’ Alma– y la batalla de Gallipoli (1915, Çanakkale para los otomanos, ganadores de la contienda), genitora del estado moderno turco.
La diferencia entre novelas ambientada en naves y aeronaves, tiene siglos que las distancian: treinta los relatos de navegación marítima; uno la aérea. No es razón suficiente; los viajes en barco en atmósferas cerradas, son ámbitos que permiten el desarrollo de conflictos humanos y propician novelas de iniciación (bildungsroman); el protagonista cumple con el rito de pasaje de joven a adulto; como Jim Hawkins en La isla del tesoro e Ismael en Moby Dick.
Con estas historias singlando en mis recuerdos recorro estantes en busca de books like frigates. Navego en busca de referencias, o mis singladuras preferidas; tengo muelle donde levar anclas: Dos años al pie del mástil (Two Years Before the Mast, 1840), de Richard Henry Dana, narración fundante de la literatura moderna de novelas de mar; escrita por un escuchimizado joven estudiante y aristócrata bostoniano (Boston Brahmin), que zarpó de Boston, rumbo a California, vía cabo de Hornos, buscando reponerse de una larga enfermedad. Regresó dos años después, por el mismo camino, ahora un coriáceo hombre de mar de anchos hombros, bíceps abultados como cuadernales, antebrazos gruesos y nudosos como calabrotes “pelo largo y la cara tostada como un indio”, para recibirse de abogado en Harvard. Se especializó en derecho marítimo y es uno de los padres de esta especialidad.
Recuerdo particularmente Dos años al pie del mástil, porque debí postergar la lectura hasta conseguir una excelente traducción que, a su vez, demandó leerla con la bitácora de un diccionario de términos náuticos; y esto en razón de pasajes próximos al gíglico de Cortázar, tipo: “Cruzamos a la vez las vergas de sobrejuanete, largamos los sobrejuanetes y sosobres, zallamos los botalones cuando tuvimos viento largo, y trepó todo el mundo a la jarcia”. Lo curioso es que, pese al lenguaje técnico que la atraviesa, la novela –en realidad la recreación de su diario personal durante los dos años de esa experiencia, 1834-1836– fue un éxito de ventas que agotó innumerables ediciones, sin contar –ya que hablo de novelas de mar– ediciones piratas. Cuando Dana, ya abogado y escritor famoso, volvió a California en 1869 para presentar la edición definitiva de su libro, y hacer lecturas, tuvo una grata sorpresa. Según cuenta en sus memorias, se encontró con que el público femenino había sido uno de sus más fieles lectores y, libro en mano a la salida de sus conferencias, junto con el pedido de autógrafo le comentaba pasajes de la novela. Hasta tal punto la terminología náutica formaba parte del vocabulario cotidiano en aquellas épocas.
Sin Dos años al pie del mástil, otras serían las inflexiones de Moby Dick y Benito Cereno –Melville dijo que, en sus novelas de mar, “se escuchan los tonos de la voz de Dana desde el castillo de proa” (the tones of Dana’s voice from the forecastle)– y, también, las novelas que siguieron. Ahora atraco en el muelle de El lobo de mar de Jack London, donde el urbano escritor Humphrey van Weyden, lector de Nietzsche y Schopenhauer, está pasando por el mismo proceso de Nick Adams en “El gran río de los dos corazones” de Hemingway: se ha bloqueado en su escritura. Humphrey vive una larga temporada a bordo del Fantasma, la goleta capitaneada por el bestial Lobo Larsen, donde transita el mismo rito de pasaje de Jim Hawkins, Ismael y Richard Henry Dana, con un matiz diferenciador; el despiadado Larsen honra su apodo.
Sigo la singladura por estantes y recuerdo que, en la biblioteca de clásicos griegos, hay un volumen imprescindible como carta de marear literaria, recalo y echo anclas en Relatos de viaje en la literatura griega antigua, recorro el índice en busca de referencias: la antología rescata una decena de periplos, que nos llevan desde el Mediterráneo, a las costas de Nigeria, el Mar Rojo, Golfo Arábigo hasta las costas de la India.
Hay un verbo de origen estadounidense, hoy en desuso, que surgió de las olas: shanghai, como el puerto de China. El diccionario American Heritage, define shanghai: “to enroll or obtain –a sailor– for the crew of a ship by unescrupolous means, as by force or the use of liquor or drugs” (enrolar u obtener –un marinero– por medios inescrupulosos, como ser la fuerza o el uso de alcohol o drogas). Fue el caso de Humphrey van Weyden, no se enrola voluntariamente en el Fantasma, es alistado a la fuerza (shanghaied) por Lobo Larsen, esa es la diferencia como novela de mar con el resto de sus pares.
Emiliy Dickinson, tuvo una vida sedentaria; que yo sepa, nunca hizo un viaje en barco ni fue amazona; pero nos legó estos versos: “There is no Frigate like a Book / To take us Lands away / No any Coursers like a Page / Of prancing Poetry / This Traverse may the poorest take / Without oppress of Toll / How Frugal is the Chariot / That bears the Human soul (No hay Fragata como un Libro / Para llevarnos a Tierras lejanas / Ni Corceles como una Página / En briosa Poesía / Esta travesía puede hacerla el más pobre / Sin agobio de Portazgo / Qué frugal es el Carro / Que lleva el alma humana).
Desde la estrofa de ocho versos de There is no Frigate like a Book; como Humphrey van Weyden, podemos ser shanghaied por viejas y remozadas lecturas. Basta levar anclas, izar velas y navegar por sus páginas.
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