Meses de cuarentena y de aislamiento, obligatorio, recomendado o voluntario, con enmascaradas salidas que acentúan distanciamientos. En la prisión preventiva de la reclusión de la cuarentena, desde los estantes de la biblioteca, resuena un soneto de Quevedo: “con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos, / y escucho con mis ojos a los muertos”; si antes la biblioteca era parte de la realidad cotidiana ahora es refugio o asilo, búnker o útero, arca de Noé. Ahora, los paseos se han vuelto largos travellings ópticos desde las ventanas de mi departamento, el voyerismo es rutina y, como James Stewart en la película La ventana indiscreta, esculco con prismáticos, a cualquier hora del día, ceremonias e intimidades de la calle y edificios vecinos. Intimidades que, con un cambio de calzada, ventana o balcón componen, como caleidoscopios, nuevas figuras; sobre estos fragmentos de intimidades reveladas fabulo relatos y les pongo diálogo; Hemingway lo llamó “teoría del iceberg”.
De la biblioteca aflora otro soneto, ahora de Baudelaire, el quinto de Les fleurs du mal, “Correspondencias” (Correspondences); y también resuena porque alude a la naturaleza, tan luego a mí, que soy un bicho urbano por definición y me asemejo al personaje de una película cuyo nombre no recuerdo quien, luego de un obligado paseo por un bosque, se queja porque “le ha quedado pegado un fragmento de naturaleza en el zapato”. Ahora mis correspondencias, más que urbanas son hogareñas.
Hace añares, ya de adulto aunque era un texto para adolescentes, leí un libro de un ingeniero ruso que, como un vaso de vodka en ayunas, me pegó fuerte: Un paseo por la casa: el autor recorre la residencia de una familia común y corriente y nos cuenta las historias que revelan los cuartos, muebles, prendas y utensilios: cocina, comedor, baño, dormitorio, desde el fogón, al espejo, al jabón, al reloj; y el hecho de que el libro hable de un hogar de los años cincuenta del siglo pasado -cuando todavía los relojes eran a cuerda, la vajilla irrompible, Durax, una novedad y cocinas y calefones se encendían con fósforos-, lo hace más fascinante.
A once días del 31 de diciembre, haciendo un balance de mis lecturas y relecturas del año, me acontece relacionar Un paseo por la casa con un poema de Les Fleurs du mal de Baudelaire, concretamente, el primer cuarteto de Correspondences: “La naturaleza es un templo donde pilares vivientes / A veces dejan salir palabras confusas; / El hombre pasa a través de la foresta de símbolos / Que lo contemplan con miradas familiares” (La Nature est un temple où de vivants piliers / Laissent parfois sortir de confuses paroles; / L’homme y passe à travers des forêts de symboles / Qui l’observent avec des regards familiers). Ahora la foresta de símbolos es cualquier casa, allí la naturaleza pasó a ser la metáfora y, de ella, brotan metonimias y las sinécdoques saltan de rama en rama, o de estante en estante.
Las metonimias cuelgan y trepan como tallos y hojas de enredaderas y las sinécdoques cantan: ahora las plantas son de los pies, porque la gente que es realista y sabe aprovechar las oportunidades tiene los pies bien plantados sobre la tierra; y nos sentamos frente a mesas en sillas o bancos, todos se apoyan en patas; reposamos, dormimos breves siestas, vemos televisión y leemos en sillones, que además de patas tienen brazos, y en ellos apoyamos las palmas de las manos, repentinamente devenidas hojas del reino animal y rematadas en yemas, pero ahora de los dedos; en el respaldar de sillas y sillones apoyamos la espalda que es parte de nuestro tronco; muchas lámparas tienen pies y algunas de sus pantallas son tulipas o tulipanes pequeños; también las copas tienen pies; dientes, tenedores y serruchos; ojos, cerraduras y agujas; hojas, cuchillos y libros; lunas, espejos y anteojos.
Desde el 2014, vengo estableciendo comparaciones con los sucesos de cien años atrás, porque con la Primera Guerra Mundial (1914-18) y los “ordenamientos” de naciones y colonias que sobrevinieron luego de los tratados de Versalles y Trianon (1919), se ensambló -de muy mala manera- el mundo actual y las nuevas matanzas cotidianas. Entre 1918 y 1920, el mundo fue asolado por una pandemia de gripe que mató alrededor de ochenta millones de personas, ciertamente mucho más que las que lleva el Covid 19, pero deberíamos esperar un año más para equiparar las dos pandemias en duración. En contrapartida, el planeta está mucho más poblado que hace un siglo, pero muchos gobernantes y políticos siguen siendo tan necios y mentirosos como los de hace cien años.
Sentado frente al escritorio veo los celajes del atardecer, las luces rojas de la Swiss Medical sobre avenida Juan B. Justo. La manga de tela en el techo que indica la dirección del viento en el pequeño helipuerto de la terraza de la Swiss está levemente hinchada y apunta hacia el oeste noroeste, las luces de los techos de las torres vecinas están encendidas y desde las ventanas parpadean cientos de ojos de Polifemo de las pantallas de televisión.
Hago un balance de la cosecha de este año; leí -y releí- cincuenta y siete libros, publiqué dos traducciones, tengo preparada la reedición de una antología de textos de Horacio Quiroga, terminé una novela y he publicado cincuenta y cinco artículos en la Web.
La novela, como un whisky pure malt en un barril de roble, en un documento Word, se añeja y estaciona en el rígido de la computadora. Porque las vendimias también pueden ser de recuerdos; y un balance de fin de año también es la metáfora de una cosecha, y el adelanto de la siembra del año que viene.
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