Literatura latinoamericana, relatos, ensayos literarios
En el canto cuarto de El viaje de los Argonautas leemos que Jasón, Medea y sus camaradas del Argo, al acercarse a la desembocadura del río Po, se encuentran con un remolino de fuego y vapor. Allí acababa de caer Faetón junto con el Carro del Sol, fulminado por el rayo de Zeus; mientras, sus hermanas, las jóvenes Helíades, metamorfoseadas en álamos, lloraban su muerte; Ovidio dará cuenta de la historia: “De allí fluyen las lágrimas y goteando de las ramas recién surgidas, se endurece al sol el ámbar que acoge el transparente río y lo envía a las jóvenes latinas para que se adornen”.
El ámbar es resina petrificada de distintas variedades de coníferas y, desde épocas remotas, se relacionó con el ámbar gris, vómito del cachalote que a veces contiene restos de animales a medio digerir, utilizado en perfumería y medicina. Los árabes dieron a esta sustancia el nombre de ‘anbar (cachalote o lo que flota).
Con respecto al ámbar de origen vegetal, su atractiva transparencia, que resembla -el uso del arcaico verbo es intencional- la luz y calor del sol, solidificados, sumado a la maleabilidad, llamaron la atención del hombre desde la remota antigüedad. A veces esos trozos contienen fragmentos de plantas y semillas y, si bien no es frecuente, insectos, pequeños batracios o reptiles -característica que aumenta de manera exponencial su valor-: los hay de origen báltico, ibérico, balcánico y centroamericano. Los yacimientos suelen estar en el lecho arenoso de la desembocadura de algunos ríos; por otra parte, luego de fuertes tormentas marinas, aparecen fragmentos de ámbar en las playas. Fue por esta causa que, por analogía, en la antigüedad mediterránea, la resina petrificada fue bautizada ámbar -a secas, para diferenciarlo del otro, el gris- y su difusión, al igual que relatos y leyendas, abarcó las rutas de comercio del mundo antiguo.
Por el color, luminosidad y textura, el ámbar ha sido y es apreciado en joyería; de Budapest a New York, de Estambul a Tokio. También se le atribuyen propiedades mágicas y, por lo tanto, apto para talismanes. Tanto en español, como en francés, la palabra designa, además: color, perfume y delicadeza.
Los griegos llamaron électron (?λεκτρον) al ámbar; los romanos electrum; como joya aparece en la Odisea de Homero; por su parte, Tales de Mileto, documentó que al frotar con un paño seco un trozo de électron atraía objetos pequeños. Estos términos perviven, como insectos conservados en ámbar, en dos palabras contemporáneas: electricidad y electrón.
Debo mi fascinación por el ámbar y las resonancias literarias a una gran exposición que asistí hace años en el Met de Nueva York. El epígrafe del catálogo es una cita de Sylva Sylvarum or a Natural History in ten Centuries de Francis Bacon: “La araña, la mosca y la hormiga, sustancias blandas y disipables cayendo en ámbar y así enterradas, encontraron muerte y tumba; preservadas de la corrupción mejor que en un mausoleo real”.
Desde entonces atesoro la idea de que la historia y el arte de la humanidad son como el ámbar. A veces visibles, a veces sepultas, hasta que un afortunado la saque a la luz, como las ruinas de Pompeya y Troya, o la Vila romana del Casale di Piazza Armerina, o las cartas inéditas de Proust o Los Rivero, de Jorge Luis Borges. Bibliotecas y museos son, desde esta perspectiva –que Gibson no tuvo en cuenta– yacimientos de luz e historias que recontamos, volvemos a plasmar en cuadros y esculturas o escribimos, para volverlas la vida; como el ADN de los dinosaurios que los científicos de Parque Jurásico rescataron de mosquitos encontrados en trozos de ámbar.
Releí en Feria de vanidades una reflexión del narrador sobre recuerdos y fobias juveniles que acompañan a ciertas personas, y permanecen preservadas. De pronto, la imaginación, el olfato, déjà vu, los sabores, nos hacen retroceder décadas en la vida. Y, además, al frotar estos recuerdos como la lámpara de Aladino, el ámbar de las evocaciones atrae, ya que no pequeños objetos, historias, lecturas y relatos que, como la resina milenaria, necesitaron del tiempo y el entierro para cristalizar y aflorar del olvido, recuperados en un pensamiento sólido y transparente. Como si volviéramos a cruzar el Leteo, recuperando nuestra memoria.
Mi ADN borgeano me lleva a releer y transcribir la cuarteta inicial de “Ariosto y los árabes” para concluir esta divagación digresiva: “Nadie puede escribir un libro. Para / Que un libro sea verdaderamente, / Se requieren la aurora y el poniente, / Siglos, armas y el mar que une y separa”. Mar que oculta historias encapsuladas en ámbar, hasta que Poseidón resuelva obsequiarlas como dádivas de