Hacer un curso de repostería siempre es algo bonito y agradable, incluso aunque la intención de futuro no sea precisamente trabajar de ello. Hacer tartas, pasteles, galletas, de todos los tamaños, formas y sabores, es siempre una actividad creativa. Tanto, que de hecho, suele asociarse siempre a los más pequeños. No en vano en cualquier pastelería industrial de Madrid solemos ver una aplastante cantidad, mucho mayor, de tartas de cumpleaños infantiles y galletas emulando a los personajes Disney más conocidos. Además, muchas editoriales publican cursillos caseros de aprendizaje por fascículos, y muchos, van enfocados a un público infantil.
Esto quiere decir una cosa: los niños son uno de los públicos objetivo más rentables de cualquier fábrica de pastelería. Pero, en cierto modo, hablar así de la repostería, en términos capitalistas y materialistas, hace que se esfume la magia de la creatividad infantil de la que antes hemos hablado. Por eso, convendría, más bien, humanizar un poco a las empresas industriales de dulces y pasteles. No estamos siendo demasiado optimistas, todos sabemos que una industria es lo que es y que su principal intención es vender en un mercado. Sin embargo, eso no está reñido con las creaciones artísticas, estéticas y agradables a la vista.
Solemos establecer una especie de binomio enfrentado entre sí, entre pastelería industrial y pastelería artesanal. Es cierto que, en el segundo caso, hay una persona concreta que vende sus creaciones artesanales, mientras que en el primero, se utiliza un molde para fabricar en masa. Pero a la hora de verdad, al consumidor no le importa tanto. Cuando salimos en Navidad a comprarnos los roscones de Reyes, experimentamos el mismo sentimiento infantil de la noche de Reyes en familia, degustando un postre delicioso, tanto si lo compramos en una gran superficie, como si lo adquirimos en una pequeña pastelería familiar.
Porque, al fin y al cabo, la repostería consiste justamente en eso: en elaborar formas ingeniosas, multicolor y, sin duda, imaginativas con independencia del sitio en el que luego se comercialicen. Los reposteros y todas sus obras merecen siempre nuestro respeto, da igual dónde o cómo trabajen.