Alfredito había nacido en el barrio y conocía todos sus secretos; hizo mi primera honda y me enseño a usarla. A la hora de la siesta, junto con su hermano menor, Pepe Chico, íbamos a buscar hinojo silvestre y tirarles a los pajaritos con las hondas; mala puntería que no alteraba el gárrulo alboroto y las andanadas de pedregullos sólo provocaban lluvias de hojas. Él debía ser un año mayor que yo porque, cuando lo conocí, ese verano, había terminado Primero Infantil aunque no sabía leer todavía. Yo, a consecuencia de un ataque de tos convulsa que me tuvo en cama casi un mes, conocía ¡Upa! de punta a punta. Por eso, cuando nos mudamos y conocí a Pepe Chico y Alfredito, ya silabeaba los titulares de los diarios. Antes de mudarnos al caserón de la esquina, durante la convalecencia de tos convulsa, mi madre dedicaba un par de horas a leerme cuentos, un día me trajo un libro ilustrado, que tenía la ventaja de que lo podía releer yo sólo, ¡Upa! Libro para aprender a leer. Hace poco encontré un ejemplar en un librero de viejo, con casi ochenta años de edad sigue contundente con sus dibujos, palabras y frases con letras mayúsculas y minúsculas; cursiva e imprenta: "papá, mamá, casa, copa"; los anagramas: "saco-cosa", "pata-tapa"; "El conejo sale de paseo en bote".
El caserón, la pieza que alquilábamos y todos los protagonistas del barrio acudieron en tropel cuando, de improviso, en la tienda de souvenirs del Musée de l'Armée, evoqué las clases del profesor Lombardo en primer año de la secundaria, dos clases como reemplazo en la materia Lengua y Cultura Latina I, "recuerdo muy poco de latín, por eso adelantaremos con historia y cultura, vamos al principio –escribió en el pizarrón: Ab urbe condita– significa desde la fundación de la ciudad". También nos habló del arquitecto Vitrubio y la urbanística romana cuando fundaban una ciudad, empezando por el cruce de las dos avenidas principales: Cardo y Decumano. Por eso, en el inesperado recuerdo, el caserón de la esquina resultó la fundación y el origen hasta donde puedo rastrear mi más remota infancia; estaba a unas cuadras largas de la calle Coronel Díaz y era un viejo solar de adobones construido en la época de la colonia. A nivel del piso las paredes tenían más de un metro de espesor, anchura que obligaba a caminar por un vano semejante a una tronera para abrir hacia adentro las ventanas y contraventanas pintadas de verde. Ocupaba un cuarto de manzana delimitada, por el Decumano, que hacia el oeste llegaba a la calle Coronel Díaz y, hacia el este, terminaba en un zanjón que contorneaba una arboleda. Por el otro límite del caserón, el Cardo, circulaba, en su trayecto de ida y vuelta, un ómnibus que, en su recorrido hacia el sur, llegaba al centro de la ciudad.
La Contadora vivía con su hermano, que era pianista, un matrimonio de caseros y dos empleadas. Nos alquilaba el enorme cuarto de la esquina, un salón con la puerta en la ochava, una ventana hacia el Cardo y otra hacia el Decumano, desde allí se divisaba la precordillera, sobre cuyas cumbres sobrevolaban los Gloster Meteor. Nuestro hogar era una gran estancia que, con un ropero, un armario y cortinas, dividimos en habitaciones: el dormitorio de mis padres, el comedor y sala de estar, y mi pieza. A la Contadora la llamaban Niña, hipocorístico que certificaba su soltería; no coincidía con el rostro arrugado y la voz cascada. Blasonaba ser descendiente de una familia linajuda, de cuyos bienes relictos éramos inquilinos. Al poco tiempo de instalados, la Niña se encariñó con nosotros, se apeó de la alcurnia y empezó a visitarnos por las tardes para conversar mientras mi madre cosía para los vecinos. Era una narradora nata, una contadora como se llamaba en la provincia a los dotados con esa gracia.
Sus visitas eran un ceremonial, anticipado por una empleada que traía los menesteres para el mate y se retiraba: yerbera azucarera, un cajoncito de algarrobo con dos compartimientos simétricos y tapas basculantes; mate con trípode y bombilla, ambos de plata; brasero de arrabio, un pequeño balde con carbón, tetera tiznada, menos el pico y la tapa, que competían en esplendor y reflejos con el mate y la bombilla; servilleta almidonada. Anticipándose a comentarios, la Niña repetía: "sartenes y teteras sólo se limpian en la parte donde se usan"; que las incrustaciones y el tizne: "ayudan a conservar la calor". Luego, la Penélope del caserón tejía y destejía historias; todas empezaban en ese lugar y hablaban de una bella ascendiente que cautivó a más de un oficial de granaderos del Ejército de los Andes, y que sólo la rígida disciplina del general San Martín impidió duelos –ella juraba que el general y su esposa frecuentaron los saraos de aquel solar– y evitó que la hermosa antepasada originase una tragedia. No recuerdo que el relato tuviera fin ni qué pasó con la bella, sí que por las noches, al oír las historias que le repetíamos con mi madre, mi padre se llevaba el índice a la sien con una pequeña sonrisa. Toda su vida fue un incrédulo.
Dos o tres veces por semana, a la hora de la siesta, con Alfredito y el Pepe Chico íbamos a recolectar hinojo silvestre para alimentar a los conejos y tirarles con nuestras hondas a los pajaritos y, suprema inconsciencia, a uno que otro panal de camoatís. Mitad recolectores mitad cazadores frustrados, avanzábamos por el Decumano bordeado de sauces y viñedos, avanzábamos hacia el este hasta llegar a un perfumado zanjón. Llena la bolsa de hinojo, la dejábamos a la sombra, cruzábamos el canal por un puente de troncos de álamos y sin barandas, atravesábamos tamarindos y sauces para llegar al playón árido desde donde se divisaba, detrás de una alambrada, la cabecera del aeropuerto El Plumerillo; quedábamos al acecho de aterrizajes y despegues. La espera siempre tenía recompensa, a veces eran los gráciles cazas a chorro Gloster Meteor, con el vientre y la parte inferior de alas y cola de color azul huevo de pato, algún avión de pasajeros o avioneta y la presa mayor, los imponentes bombarderos Lancaster erizados de ametralladoras, pintados con listas de camouflage y que, en sus vuelos rasantes, hacían temblar la tierra con el rugido de sus cuatro motores. Alfredito conocía estos detalles por su hermano mayor, que estaba haciendo el servicio militar en El Plumerillo.
Tres años después de aquel reemplazo en Lengua y Cultura Latina I, el profesor Lombardo –polvo de tiza en las solapas– fue titular de Historia Argentina I. Este recuerdo fue el catalizador, y la memoria afloró entreverada cuando, en la tienda de souvenirs del Hôtel des Invalides, vi una réplica del sable de húsar del ejército de Napoleón. El profesor Lombardo –el traje revuelto como una cama deshecha– nos había contado que los sables de los granaderos de San Martín eran una copia de aquellos; movido por la curiosidad y otras evocaciones que, poco a poco, se iban aclarando, le pregunté al vendedor si podía verlo. Cuando lo desenvainé, la Niña apareció de cuerpo entero.
Aquella siesta, las historias de la Contadora, suaves ondas de voz cascada, de un español suntuoso y veteado de regionalismos, fueron el sésamo ábrete, mejor un: “¿no quieren ver el salón de baile donde venía el general y su esposa?”. Para llegar atravesamos enredaderas descuidadas, huérfanas de jardinero y degradadas a maleza, que caían por glorietas semiderruidas que contorneaban las cisternas del primer patio, para luego trepar por los troncos de los nísperos alineados contra la pared y los armazones del parral, abrazando las paredes de adobones o colgando como restos de cortinajes. Al final del segundo patio, la cerradura aceitada y la limpieza del salón fueron elocuentes. La Niña prendió un quinqué que colgaba de un clavo, lo levantó sobre su cabeza y pudimos ver las sillas y mesas con sus fundas, descubrió algunas para mostrarnos los pesados muebles fraileros que –ella de nuevo lo juró y rejuró– habían sido traídos del Perú por troperos con sus arrias de mulas. Nítida, una vitrina con un maniquí con uniforme de granadero y, sobre la mesa principal, cubierta con un mantel de terciopelo verde, un paño blanco bordado tapando algo; ella levantó el corporal blanco y pudimos ver un sable de granadero. Años después, el profesor Lombardo nos dijo que esos sables eran “casi copia de los que usaban los húsares de Napoleón, solo que los nuestros tenían la dragona de hilo trenzado de color azul y blanco, en lugar de rojo azul y blanco como las dragonas francesas". En esos momentos, muy pretéritos al profesor Lombardo, miré al sable de granadero durmiendo en su vaina sobre el mantel de terciopelo verde y ni se me ocurrió tocarlo pero, antes que la Niña lo cubriese con el corporal, lo robé con mis ojos.
Esa noche, mi padre sólo atinó a escuchar en silencio, hubo más cosas entre el cielo, las historias de la Niña y aquel evanescido caserón de adobes de lo que habría podido negar la lógica más positivista.