Literatura, relatos, ensayos literarios, novelas, literatura latinoamericana
Esta tarde, desde la vitrina de una tienda de souvenirs del Musée de l'Armée, emergieron de mi memoria actores y escenografías cuasiolvidados. El primero que salió al proscenio y saludó fue el profesor Lombardo, en las dos oportunidades en que fui su alumno. La primera vez, como reemplazo de dos semanas en la materia Lengua y Cultura Latina I, "me acuerdo poco de latín, por eso adelantaré con historia y cultura, vamos al principio –anotó una frase en el pizarrón–: Ab urbe condita –con el trozo de tiza golpeó varias veces sobre lo escrito, lo tiró a un rincón del aula, se volvió hacia nosotros, se limpió la mano en la solapa del saco, se acomodó en la silla frente al escritorio y continuó– significa desde la fundación de la ciudad, el autor fue Tito Livio y es como si hubiera dicho, desde el inicio del tiempo o, mejor, de la crónica de Roma; cuando se comenzó a escribir la historia. Ab urbe condita, también conocida como las Décadas de Tito Livio, es el título de su historia de Roma" –con un fósforo de cera prendió un apestosos cigarrillo negro sin filtro cuyas cenizas sacudía en un cenicero triangular de aluminio,". Sin darnos respiro, como un mago que saca un conejo de la galera, el profesor Lombardo nos reveló a Virgilio y la Eneida, la historia del troyano que, huyendo de su patria destruida, "desembarcó en la península, la bota itálica; van a leerla el año que viene, les anticipo parte del argumento, la Eneida comienza con la frase Arma virumque cano, es decir: canto a las armas y al hombre, el héroe Eneas –sin más, pasó a vuelo de pájaro por la presencia de Eneas, su padre Anquises y su madre Venus en La Ilíada y la Odisea–; como estamos viendo lengua y cultura latina, la madre de Eneas aparece como Venus, pero si leen los libros de Homero sabrán que el nombre griego es Afrodita, la diosa del amor".
En la clase siguiente, el profesor Lombardo habló del arquitecto Vitrubio, de las carreteras, puentes, acueductos y edificios con calefacción central; de la urbanística romana cuando fundaban una ciudad. Dibujó una cruz en el pizarrón con un pequeño círculo en cada vértice del punto de intersección; en el brazo vertical escribió Cardo Maximus, en el horizontal, Decumanus Máximus; guardó el trozo de tiza en el bolsillo derecho del saco, se sacudió el polvo de la mano en la pernera y se acomodó frente al escritorio. "Norte-sur, Cardo; este-oeste, Decumano, las avenidas principales, y su cruce marca el centro de la ciudad –empezábamos a soportar al hedor de los petardos de tabaco negro sin filtro, que sacaba de un paquete con una lista vertical blanca, otra verde y la marca en letras negras, sacudía las cenizas en un cenicero triangular de aluminio, con una muesca en cada vértice para apoyar los cigarrillos–. Y cuando decimos centro de una ciudad romana hablamos del lugar donde se realizan las actividades administrativas, políticas, comerciales y culturales. Podríamos pensar que el cruce del Cardo Maximus con el Decumanus Maximus se relaciona con el Ab urbe condita; los dos son distintas maneras de comenzar, una historia o una ciudad".
Las evocaciones imprevistas afloran turbulentas y anacrónicas. Como si, no habiendo asistido a la función, uno llegase al final de la obra para ver a los artistas saludar desde el proscenio. No tan enfático, porque el argumento de la pieza teatral es conocido. Así, desde la vitrina de la tienda del Musée de l'Armée, en el Hôtel National des Invalides, salió el primer personaje y, con su traje polvoriento de tiza, se inclinó en una reverencia y señaló otros protagonistas y escenografías de mis cuasiolvidados recuerdos. Así, desde su aparición, junto a un sable con su vaina, exhibidos en la vitrina, el profesor Lombardo me llevó a otra Ab urbe condita, justo en el cruce del Cardo y Decumano de mis primeros recuerdos.
Tres años después fui su alumno en Historia Argentina I, desde la colonia hasta la batalla de Caseros. Estábamos –y él lo sabía– más curtidos y descarados, dominábamos el arte de hacerle la vida imposible a los profesores que no podían, como Orfeo, calmar a las bestias con su lira. Ya conocíamos las reglas del juego y los límites: veinte amonestaciones, diez de reincorporación, luego... rendir todas las materias como libre. También estaba el "saquen una hoja, prueba sorpresa". El profesor Lombardo no necesitaba esas técnicas para aplacar nuestros instintos homicidas, tenía sus relatos que, sobre el final, se abrían en otros.
Ferrer, el Guasón de la clase, lo recibía en la puerta y, con la mano izquierda empolvada de tiza le palmeaba la espalda. El profesor –en este momento estoy seguro– sabía de la palma con cinco dedos estampada en el saco, el único que le vimos en todo el año, o en el sobretodo, que le entregaba a Ferrer para que lo colgara en el perchero que estaba entre el pizarrón y la puerta. Lo veo sonreír como diciendo "ya sé Ferrer, no creo que el tigre se dé cuenta de esta nueva mancha".
El día que marcó presencia de esa clase del profesor Lombardo –y lo hizo aparecer, casi treinta años después, al lado de la réplica de un sable de húsar de Napoleón, en el Musée de l'Armée–, Ferrer andaba con el diablo en el cuerpo, más que un profesor necesitaba un exorcista. Entre otras habilidades, el Guasón de cuarto año, primera división, imitaba a la perfección a Cantinflas; en la hora anterior, Geometría 3, había interferido casi toda la clase y la profesora, luego de ignorarlo y contenerse hasta las lágrimas, estalló en poco euclidianas carcajadas, justo antes del timbre de final de clase: "por esta vez lo perdono, Ferrer, pero sepa que ya tiene firmadas de mi puño y letra todas las amonestaciones que sean necesarias para dejarlo libre".
Ni bien colgó el sobretodo del profesor –que sabría del incidente de la hora anterior–, el rey de los Guasones del turno mañana le sacudió el borrador encima. Acomodado en la silla, puso encima del escritorio un paquete con dos listas verticales, una blanca y otra verde –en la disposición que en heráldica se llama escudo partido– y sobre él impresa en letras góticas negras –color que la heráldica define esmalte sable– la divisa: Fontanares Negros sin Filtro. Desde principio de año, Ferrer, que se sentaba en la primera fila de la hilera central de bancos, se encargaba de prender con su encendedor aquellos cigarrillos de perfume penetrante; ahora dobló la apuesta y sacó, junto con el encendedor, un paquete de Lucky Strike, "¿no quiere uno de los míos?". Él negó con la cabeza la oferta y, la mirada perdida, se quedó un tercio de cigarrillo en silencio. Lo apagó en el cenicero de aluminio triangular amarillo –color que variaba de acuerdo al orden de reparto cuando el ordenanza los limpiaba: rojo, azul o amarillo– en cuyas caras laterales se leía, estampado en letras de molde, Cinzano. Sacó otro Fontanares, "no se moleste, Ferrer", lo miró fijo y lo prendió con un fósforo de cera marca Luxor, que sacó de una cajita decorada con el rostro de Nefertiti. Luego dio un sablazo, metafórico; uno solo.
"Hemos hablado del general San Martín y de los granaderos a caballo, de su uniforme y del morrión con el penacho que servía para protegerlos de mandobles a la cabeza, de las cargas de caballería, pero no de un elemento clave de su armamento –la mirada que había aparecido perdida desde que se sentó nos recorrió uno por uno, a los veinte o veinticinco de la clase–. Los sables de granadero eran casi una réplica de los que usaban los húsares de Napoleón, sólo que los nuestros tenían la dragona de hilos celeste y blanco trenzados, en lugar del rojo, azul y blanco de las francesas. El general San Martín había probado su eficacia y contundencia en las batallas de Bailén y La Albuera. Por eso se encargó del diseño, con algunas modificaciones, y dio orden para que se fabricaran en la maestranza del convento jesuita que estaba en Caroya –ni él ni nosotros prestamos atención al timbre y a los cinco minutos de recreo; nadie pidió ir al baño–. Y dije casi una réplica de los que usaban los húsares de los ejércitos napoleónicos, porque los que empuñaban los granaderos eran más devastadores; sus sables medían treinta y seis pulgadas de largo –ahora prendía un cigarrillo con la colilla del otro–, dos dedos más largos que sus equivalentes franceses. Además iguales a las mejores hojas toledanas en lo que hace al temple y poder de corte. Según el general San Martín –en boca del profesor Lombardo–, bien esgrimidos podían rajar una cabeza como si fuera un melón".
Esta tarde, en la vitrina de un mostrador de la tienda de souvenirs del Musée de l'Armée, en el Hôtel National des Invalides, vi una réplica de un sable de húsar francés, con su guardamano de estribo y la dragona de hilos blanco, azul y rojo trenzados, dos dedos más corto que el de los granaderos de San Martín. Le pedí al vendedor que me lo mostrara, lo desenvainé y, en el arco de su hoja, oí silbar vientos de remotas cargas de caballería: San Lorenzo, Chacabuco, Ayacucho. Además del profesor Lombardo, recordé otros protagonistas y decorados: el caserón que estaba a unas cuadras largas de la calle Coronel Díaz, Alfredito, el Pianista, Pepe Chico, y la Contadora; otra Ab urbe condita, la de mis primeros recuerdos.