Esa semana y pese a la resistencia de su madre, Horacio empezó a trabajar en El Fortín. La esquina había arrancado en 1944 como bar y almacén de ramos generales. El barrio de casas bajas estaba poblándose y a medio construir. Por la mañana pasaban lugareños con sus vacas ofreciendo leche recién ordeñada. Hacia 1948, en la azotea empezó a funcionar una glorieta donde los fines de semana se reunían a cantar tango y folklore.
En 1965 Perfecto, de origen irlandés, junto con los hermanos Manuel (Papucho), y Andrés (el Doctor) y con Eduardo, alias el Cholo, los tres de origen español, compraron el fondo de comercio y mantuvieron la explotación transformando el lugar en una pizzería.
A lo largo de las décadas se fue constituyendo en un hito gastronómico y afectivo para el barrio de Monte Castro. Albergaba sin conflictos a dos hinchadas, la del club All Boys, con sede muy cercana, y la de Vélez Sarsfield, a cuyo estadio llamado El Fortín debe su nombre.
Desde ese primer jueves, Horacio fue entrando en relación con el resto de los dueños y los empleados.
Algunos habían empezado hacía muchos años, como el salteño Rafael, que trabajaba de encargado, el santiagueño Francisco Acuña, los mozos Ramón, Roberto, Alfredo (el flaquito) y Abel (el chino) maestro pizzero, también el hornero Marcelo. Muchos otros, más jóvenes, trabajaban como aprendices al igual que él.
Los primeros días, Horacio lavaba vajilla y ayudaba en cosas básicas de la cocina. Cortaba cebollas y tomates, acomodaba mercadería en el depósito cercano a los baños siempre tibios, a los que las paredes del viejo horno les entregaba su calor.
También ordenaba leña, abría grandes latas de tomate al natural y ayudaba a limpiar el salón al cierre.
A la semana le adelantaron algún dinero con el que pudo salir de su iliquidez. Comenzó a sentirse mejor. Pero lo más importante había sido encontrar un grupo de hombres de distintas edades, orígenes y formaciones que trabajaban en conjunto, cordialmente, cocinando para cientos de personas por día.
Se sintió parte de una especie de orquesta sinfónica de muzzarella, donde cada uno hacía su parte para que la pizza, la fainá, los postres, las bebidas o la cerveza helada estuvieran siempre a tiempo. En ese lugar todos se sentían bien, y los clientes lo percibían.
Un mes después, ayudaba a preparar la masa, cargar leña en el horno y retirar las cenizas. Todavía no horneaba pizzas, porque la posición en el horno, la forma de girarlas y el punto justo eran menesteres de los maestros. También colaboraba en el mostrador cuando hacía falta un refuerzo.
Sixto había regresado, pero los socios, contentos con la forma de trabajar de Horacio, lo mantuvieron en su puesto.
Los dos jóvenes, de casi la misma edad, trabaron amistad rápidamente. Mientras trabajaban compartían la pasión por la música. Escuchaban Calle 13, Manu Chao, Mano Negra, Luca Prodan, Divididos, Sumo, Charly y, por supuesto, grabaciones caseras de autores desconocidos del Norte Argentino. Sixto tocaba muy bien el pincuyo, la guitarra y el charango; Horacio cantaba, pero su fuerte eran las palabras: tenía buena labia, respondía rápido y con sagacidad.
Sixto era bien parecido, de fuerte contextura, tez morena, su padre era de origen español y su madre aborigen, reunía los aspectos físicos y culturales de las dos tradiciones.
Vivía en La Reja, al oeste del Gran Buenos Aires, en la casa de uno de sus hermanos llamado Oliverio, que tenía esposa y dos hijos pequeños.
Una noche, sorpresivamente, invitó a Horacio a la fiesta de cumpleaños de Oliverio. Fue una gran reunión familiar a la que concurrieron todos los hermanos con sus esposas e hijos; en total eran siete cuatro mujeres y tres varones, los que vivían en el interior habían viajado cientos de kilómetros desde diferentes puntos del país para festejar con Oliverio, que era el mayor. La casa baja en la que vivían, tenía una sola planta, con una gran galería y algunas ampliaciones a medio terminar. Se accedía a través de un jardín y el importante terreno estaba lleno de árboles que rodeaban la construcción. Se adivinaba que había sido originalmente una quinta de fin de semana. Mostraba paredes sólidas y techos inclinados de chapas onduladas. Sus puertas y ventanas trabajadas por artesanos evidenciaban su procedencia de antiguas demoliciones. Hacia el fondo había un galpón, árboles frutales y un gallinero.
La numerosa familia se encontraba siempre para Navidad y Año Nuevo en la casa de los padres que aún vivían en Iruya, un pueblito pintoresco suspendido en las montañas.
Habían llegado con regalos y cosas de sus pagos: quesillo de cabra, miel, salamines, bondiolas, alfajores. También sus instrumentos: quenas, flautas, sikus, guitarras, bombos, charangos. Laureana, la menor, vivía todavía en Iruya con sus padres y tenía diecinueve años, era delgada, de estatura media, cabellos negros, dientes perfectos y un rostro de belleza serena y atrayente. Sixto le presentó a Horacio y los tres recorrieron el lugar saludando al resto de la familia. Conversaron, rieron y cambiaron ideas durante un largo rato. Después de comer empanadas de carne picante, tamales y de tomar abundante vino, hicieron una ronda alrededor del fuego, bajo las estrellas y tocaron sus instrumentos. Cantaron más de una hora y luego relataron anécdotas de sus tierras. Algunas increíbles, como los típicos cuentos de aparecidos, luces malas, muchachas jóvenes que habían quedado embarazadas sin tener relaciones con nadie, por simple contagio. Horacio estaba extrañado: no hablaban de política, de dinero, de fútbol ni de religión, se divertían juntos.
Entrada la noche comieron el asado que se había cocinado cerca de las brasas, clavado en una cruz de hierro. La carne tierna, jugosa y salada se deshacía en la boca y la piel crocante crujía apenas se la mordía, invadiendo el paladar.
Tomaban los trozos por el hueso, tratando de no quemarse los dedos, y cortaban la carne en fetas con afilados cuchillos. Las apoyaban sobre rodajas de pan de campo tostado y lo llevaban a la boca. Todo con gran destreza, evidenciándose que era su manera habitual de comer el asado.
La música y las conversaciones continuaron. Algunos, cansados por el largo viaje y los efectos del vino, descansaban a cielo abierto cubiertos con mantas y ponchos, luego volvían a la fiesta.
Horacio comió delicias durante horas. Tomó vino tinto, vaso tras vaso sin darse cuenta de la cantidad, alegre y despreocupado disfrutaba de la música entusiasmado con las charlas y ocurrencias.
Rodeado por esa gente se embriagó de placer, envuelto por la profundidad espiritual de esa familia. Ya tarde se adormeció sentado a la intemperie, vecino al fogón y abrigado con un poncho. Hacia la madrugada, Laureana se acercó a él y le ofreció mate amargo con un pastel caliente de dulce de membrillo. Hablaron sobre lo que significaba ver el mundo desde arriba, la vida en las montañas, ella contó que estudiaba arte, luego habló sobre sus padres que nunca habían querido emigrar de Salta y sobre la vida vertiginosa en Buenos Aires y otras grandes ciudades del país que habían elegido sus hermanos buscando prosperidad.
Para Horacio, la fiesta fue un bálsamo que lo llevó a desear ser un hermano más de esa familia. Al mismo tiempo se llenó de nostalgia. Duelen los contrastes. Resulta difícil hacer el duelo de lo que no se tiene.