No miró a Horacio a los ojos ni por un instante, se paró detrás de su padre e, inclinándose, lo abrazó rodeando su cuello. Luego le susurró algo al oído. Rocardo le tomó las manos.
—Es mi hija Helena, a la que no logro domesticar ni hacer que golpee antes de entrar —dijo.
Horacio, embelesado, redireccionó en un instante su mirada para no quedar en ridículo.
—¿Domesticarla? ¿Como el zorro de El Principito, digo, de Exupéry? —bromeó.
Ella sonrió. Horacio vio la expansión de esa sonrisa y se estremeció. Helena lo atravesó como una espada, lo desarticuló como a un muñeco, lo convocó como el tambor que convoca a la batalla, lo despertó del aburrimiento y de la sordidez de la vida. Se vio arrastrado hacia ella con la fuerza con que llama la tierra.
Con el hemisferio derecho pensó “Quiero que sea mía”, mientras el izquierdo repetía “No sabés inglés… ¡Jamás será tuya!”.
Rocardo conocía la belleza de su hija y sus inevitables consecuencias. Cortó el encanto del momento e inició la despedida de Horacio.
—En concreto… ¿Qué es lo que te gustaría hacer?
Él contestó algo inesperado para ellos y para sí mismo, algo que dijo sin pensar:
—Me gustaría dominar el tiempo, volver atrás hasta la noche negra en que murió mi padre y recuperarlo. ¡Recuperarlo! Sueño despierto y dormido con eso, con volver atrás y abrazarlo suavemente, como su hija lo abrazó hace un instante a usted, y traerlo de nuevo a la vida.
A Helena esas frases le quemaron la piel como la llamarada que llega de una explosión potente y cercana. Rocardo se fastidió, era un hombre concreto y todo eso le pareció el devaneo propio de una persona emocionalmente desequilibrada. Decidió no involucrarse y dar por terminada la reunión.
—Me imagino lo que sentís, pero laboralmente… ¿Qué querés hacer?
—Algo que tenga que ver con lo que estudiaba, tengo que retomar la facultad apenas resuelva la cuestión del trabajo.
—¿Y qué estudias?
—Antropología.
Rocardo pensó: “Pobre infeliz, se va a cagar de hambre toda la vida”. Luego eléctricamente se puso de pie y Horacio, que entendió el gesto, saludó y salió de la habitación. Estaba conmovido, ni siquiera percibió que Helena que lo buscaba con la mirada; se sentía asfixiado.
Bajó la escalera, esperó a que le abrieran la puerta, volvió a escuchar la voz chillona de la secretaria y cuando apoyó el primer pie en la vereda, volvió a sumergirse como un buzo en el frío húmedo y hostil de Buenos Aires.