Lo envolvía una especie de vergüenza ajena, viéndose a sí mismo discutiendo con un desconocido para conseguir un encargo cualquiera que lo sacase de la iliquidez. Porque él no era pobre. Simplemente, no tenía un peso. Cuando llegaba a ese espacio emocional hacía un clic interior e indefectiblemente todo terminaba mal.
Lo cierto es que la sinceritis, enfermedad incurable en muchos casos, le había jugado varias malas pasadas, en lo laboral y en lo afectivo.
El afán de vivir conectado a su sensibilidad y a sus convicciones lo había llevado un par de veces a confesar la necesidad de trabajar, relatando en la entrevista parte de su historia personal y poniendo de manifiesto la fragilidad económica de su familia. Había recibido a cambio respuestas duras (“Discúlpeme, pero esto es una entrevista laboral y no un consultorio psicoanalítico”) o palabras de afecto previas a ofrecimientos despiadados, unos pocos pesos al mes, por doce horas al día, un franco rotativo a la semana y en negro. En esos momentos recordaba lo que le decía siempre su padre: “A las personas las conocés cuando hay guita de por medio; si no, somos todos angelitos”.
Pero ese día la cosa era distinta: su tío Osvaldo lo había recomendado. ¡Lo esperaban a él! Eso le cambió el humor. Se duchó velozmente, eligió su mejor ropa sport, tomó unos mates y comió una galleta marinera. Antes de salir chequeó sus mails y ojeó los titulares, luego protegió su cuello con una bufanda negra, abrió la puerta y se sumergió en la atmósfera fría de esa mañana porteña.
Viajó parado en el colectivo. Miró rostros, ropa, zapatos, manos de trabajadores, bolsos gastados, pañuelos de colores, peinados, hebillas, gestos de sueño y de cansancio acumulado. Se deslizaba como patinando sobre hielo. El chofer era un maestro, arrancaba y frenaba suavemente y esperaba que los pasajeros subieran y bajaran seguros. Sentía el traquetear del motor afinado y el chiflido musical de los frenos de aire. Tenía un volante nacarado y el asiento del conductor, de tiras plásticas doradas y verdes, estaba elevado para no hacerlo transpirar, ofreciéndole al mismo tiempo gran visibilidad para el manejo. Del gran espejo retrovisor interior colgaban un banderín azul y amarillo de Rosario Central y la foto de un Gardel sonriente en sepia.
Ese colectivero era un artista, el vehículo estaba más limpio y perfumado que el hall de un hotel cinco estrellas. Daba pena bajar.
Llegó a Bermúdez y avenida Francisco Beiró, luego de haber pasado por la puerta de la cárcel de Devoto.
Por las ventanillas, pudo ver fugazmente a los familiares de los presos haciendo fila para las visitas. Una espera distinta de la del empleo: casi todas mujeres que iban a ver a sus hombres, amantes, nietos, amigos de amigos, todos encerrados, culpables o inocentes, muchas veces durante años esperando un juicio. Horacio pensó que no podría sobrevivir un solo día allí, luego se olvidó a propósito, para no hundirse en ese pozo de tristeza.
A las ocho y media en punto, luego de acomodarse la ropa, respiró hondo y tocó timbre. Una voz femenina en el portero eléctrico le preguntó su nombre y lo invitó a subir hasta el primer piso. La escalera era empinada de mosaicos graníticos rojos, llegó hasta una pequeña sala de espera iluminada por un gran ventanal que daba a la ochava.
Apenas entró, la secretaria le pidió que aguardara algunos minutos, porque el dueño no había llegado. Era una mujer de unos cuarenta años, vestida con una blusa de seda color crema, pollera negra muy ajustada y tacos aguja exageradamente altos. Cuando ella le dio la espalda, Horacio observó que del dobladillo le colgaba un hilo negro que llegaba casi al piso. Le extrañó, porque por lo demás se la veía impecable; seguramente, esa mañana no lo había advertido frente al espejo enterizo de la puerta de su placar. Horacio pensó que parecía un taxi con una colita rutera de las que se usaban hace años para descargar estática.
Esperó quince minutos, miró las sillas, dos cuadros con fotos de motos y a la secretaria, que iba de una oficina a la otra mostrando su abundante cabellera castaño clara, con un peinado batido y una hebilla típica de los años sesenta.
El dueño de la empresa llegó y saludó a Horacio.
—Disculpame por la demora pero el tránsito está terrible —le dio la mano con firmeza y Horacio notó que le faltaba un dedo—. Susana, por favor, hacé pasar al joven a mi oficina, que ya voy.