El efecto Doppler de los vehículos que se acercan y alejan por Gurruchaga y Thames, 10 pisos por debajo de la cama, es la señal sonora que indica que he vuelto a desvelarme. A veces despierto a mitad de la noche, no llevo la cuenta de la frecuencia de las duermevelas, pero estoy seguro que pasa casi todas las madrugadas. Puede ocurrir que sueñe que estoy desvelado entonces, para corroborarlo o negarlo, afino oídos a la escucha del efecto Doppler de los autos, motos, sirenas de patrulleros o ambulancias. Pero todos tienen un ritmo sincopado y no siempre acuden cuando los espero; hasta que surgen de la oscuridad cuando me estoy adormeciendo.
En esos momentos, la primera idea es tomar el despertador de la mesa de noche, apretar el botón que ilumina el cuadrante para ver la hora. No lo hago, soy consciente de que si veo una luz prendida, por trémula y difusa que sea, no volveré a dormir, cierro los ojos y busco algo en que pensar, pero sólo veo imágenes a pleno sol o en ambientes iluminados; Hypnos no acudirá tan fácil, por más que piense o imagine situaciones, o invente recuerdos en la oscuridad. A veces es Beatriz quien se despierta, prende la luz de su mesa de noche y lee hasta que la somnolencia la acude, en esas ocasiones abro los ojos, los cierro, vuelvo a la oscuridad y sigo durmiendo; no es mi insomnio. No leo cuando me desvelo, sé que no volveré a dormir tan fácilmente, por eso espero con los ojos cerrados.
Uno de los remedios para volver a las penumbras en busca del sueño es traer a la luz recuerdos o inventarlos, entonces me siento como el personaje del cuento "El otro cielo" cuando entra por una puerta de la Galería Güemes a mediados del siglo XX y sale por otra puerta en la Galeríe Vivienne, en el París del XIX. He visitado y tomado meticulosas fotos de la Galeríe Vivienne en varias oportunidades, no le encuentro semejanza con la Galería Güemes de la Calle Florida, como la identifica Cortázar en el relato, un túnel del tiempo. Pero, al igual que el protagonista, entro en una evocación y salgo por otra en una época distinta. A veces recreo el final de un episodio de mi memoria y de allí continúo el relato por un laberinto de galerías. El Pasaje San Martín de Mendoza es casi idéntico a la Galerie Vivienne y Cortázar debe haberlo sabido, porque antes de escribir el cuento vivió 17 meses en la provincia.
Sé que el Pasaje San Martín es una copia reducida de la Galeríe Vivienne porque viví allí, en un departamento del primer piso, durante 25 meses. Esto fue por los años en que conocí y frecuenté la librería de Giulio Della Rovere, en la calle Amigorena. Este recuerdo no es inventado porque me mudé dos años después de empezar a estudiar letras y dejé la casa de Guaymallén, barrio de mi infancia y adolescencia. Hace más de una semana que, todas las noches, estas recordaciones van y vienen, pero con una cadencia sincopada, como el efecto Doppler de los autos y motos cuando los espero en la oscuridad iluminada de añoranzas, las transito cuando sé que no estoy soñando, porque desde 10 pisos más abajo me llega ruido de un vehículo, que de grave se hace agudo a medida que se acerca para volverse grave a medida que se aleja y se apaga. El efecto Doppler.
En Guaymallén conocimos e intimamos con la viuda Galina y su hijo Igor, ella le enseñó a mi madre cocinar pirozhki. Eran ucranianos y mi padre, pese a que era estalinista de pata negra, pasó por alto que eran rusos blancos porque con ellos practicaba sus incipientes estudios de su idioma, inclusive llegó a tomar clases de conversación con la viuda. Galina le regaló a mi padre una vieja rubashka de lino, que yo le prestaba a mi amiga Antonia, hija de franquistas emigrados, ella adoraba a Dostoievki y Tolstoi y, para las fiestas de carnaval, le gustaba disfrazarse de Natasha.
Cuando mis padres se fueron a Brasil se llevaron la rubashka, yo me mudé al pasaje San Martín y me hice amigo de Giulio Della Rovere. Un día, Della Rovere me contó su vida y me mostró algunas fotos y recortes. Admirador de Mussolini desde su infancia había sido miembro de la división Folgore, junto con sus camaradas sobrevivientes, fue tomado prisionero en El Alamein; pasó el resto de la guerra en un campo de concentración inglés. El ex balilla y fascista devoto, pero anticomunista genético, devino probritánico converso y librero fuoriserie. En su oficina guardaba un amarillento ejemplar del Daily Mirror que un día, luego de abrirlo con tanto cuidado como si fuera un manuscrito del Mar Muerto, me mostró orgulloso. Una alusión al discurso de Winston Churchill aludiendo a la rendición de su unidad en El Alamein, "We really must bow in front of the rest of those who have been the lions of the Folgore Division."
Cuando Della Rovere me contó su historia pensé en Carlino, el heladero del barrio d
Guaymallén, que acababa de ingresar a mi pasado, fue partisano y cojeaba por una herida mal curada provocada por un casco de metralla de una granada nazi. Ante la falta de medicamentos para prevenir la infección, un camarada que oficiaba de enfermero le cauterizó la llaga con un cuchillo al rojo vivo. Mi evocación va más allá, cuando fui a vivir al Pasaje San Martín perdí en la mudanza el tornillo que cargaba con una mezcla de clorato de potasio y azúcar impalpable, combinación explosiva con la que, junto a mis compañeros de secundaria, usábamos para amenizar de estruendos la ciudad, desde el final de clases hasta después de año nuevo. También quedó atrás la imagen de la familia de Joaquín, republicanos y militantes comunistas full time, endomingada para ir a misa y comulgar; todos encaramados en la vieja motocicleta Zundapp con sidecar. Padre, madre y dos hermanos mayores, que se turnaban en el manillar. Al que le tocaba conducir se calzaba un casco de aviador de cuero con antiparras y unos guantes, también de cuero, recuerdos de un piloto ruso derribado que fue huésped de los padres durante el sitio de Madrid.
El efecto Doppler, de mis evocaciones, se va apagando. Señal de que mi duermevela es derrotada por Hypnos. De mis recuerdos, que se alejan en la oscuridad, que se van volviendo más graves y se apagan, me llega una melodía en dialecto que entonaba el papá de Rosina, el dueño de la huerta del barrio donde los vecinos comprábamos huevos y verduras -los nísperos y los higos nos los regalaban, pero había que subirse a una escalera para cosecharlos-, con su voz de Sileno de Velázquez el viejo canta algo de un soldado yanqui que robó un cáliz de oro o una madonna enjoyada de las ruinas de Montecassino.
¿O son las voces de las maestras del colegio, vecino a la huerta, intentando separar al chileno Sepúlveda y al siciliano Astutti agarrándose a trompadas en un recreo de la escuela primaria?, algo que tenían que hacer, que querían hacer con extrema ferocidad; y de lo que nada en el mundo podía distraerlos.